domingo, 18 de enero de 2009

Barder -Novela Finalista premio Planeta 1994 - Finalista Premio Clarin 2001


Marcelo Zamboni

23 de junio de 1956 en Buenos Aires, Argentina.


Premio de Novela Fondo Nacional de las Artes
Premio Nacional Iniciación


Novelas Publicadas: Moriré una mañana de verano en Nueva York.
(1991. Grupo Editor Latinoamericano)

Gardel (1997. Perfil)



Novelas Inéditas: El sueño de la Razón. 1998. Finalista Premio La Nación 1998.
Mención de Honor.

Fabourg Sentimental. Mención de Honor 2001. Fondo Nacional de las
Artes.

Barder. Finalista Premio Planeta 1994. Finalista Premio Clarín 2001

Las Lluvias del MetSat. 2005. Finalista Premio Clarín 2005.


Las Nieves del Geoter. 2008.








BARDER.
Finalista Premio Planeta 1994
Finalista Premio Clarín 2005


















Las mujeres que me amaron
de seguro han muerto.

“Silvia”
Hesmor Rivera
(Isla de Margarita. 1929)













Primera Parte















En plena cacería dentro del Instituto, se me ocurre que todo empezó en aquel anochecer tranquilo, en el salón comedor del Grand Hotel de Balbec, en las costas de Normandía.
El salón iluminado tenía la frialdad y el aspecto de una pecera. El muchacho asmático y su abuela me habían invitado a compartir la cena con ellos. Los descubrí en una de las mesas frente a las ventanas. Detrás se veía el mar. A un costado comenzaba el jardín. La gente pobre del pueblo se había apretujado contra los vidrios para mirar nuestras vidas, tan exóticas para ellos como la vida de los insectos. Comíamos el postre cuando los vidrios se rompieron y los pobres invadieron el salón. Uno me sujetó con sus patas delanteras. Sentí que me convertía en eso duro y con alas que me apresaba.
Mientras voy en subte hacia el Ministerio, recuerdo a los pobres que invadieron el salón comedor y cayeron sobre nosotros. Me distrae la llegada al andén y el ruido de las puertas que se abren. La muchedumbre me empuja y me lleva hasta la salida.
Atravieso la plaza llena de palomas hasta el viejo edificio. En la secretaría privada me recibe mi amigo. Se alegra de que haya respondido tan pronto a su carta. Le digo que podría haber usado el teléfono. Contesta que las paredes oyen y me da una palmada amistosa. Enseguida nos reunimos con el ministro.
Luego de hablar un rato de zonceras y simular interesarse por mis asuntos, el ministro confiesa no saber lo que sucede en el Instituto. Las últimas cartas que recibieron mostraban una caligrafía indescifrable y los teléfonos están muertos. El Intendente del pueblo fue con historias macabras al gobernador. Ha dado instrucciones para que Surgmont se ponga a mi disposición. Me agradece que esté dispuesto a colaborar con él y me asegura un futuro lugar a su lado.
Hace un silencio final y nos miramos.
Digo que acepto. En cuanto arregle mis cosas personales voy a estar listo para viajar.
Nos ponemos de pie, nos despedimos y converso con mi amigo mientras me acompaña hasta la puerta.
Salgo y cruzo la plaza. Pienso en Normandía, en Balbec, en el pobre asmático y su abuela perseguidos por los pobres. Toda vez que se rompen las ventanas, el mundo del que estamos separados, se nos viene encima y nos transforma.
Vuelvo a casa, hago algunas llamadas para dejar ordenadas mis cuestiones laborales, preparo las valijas y salgo rumbo a la terminal para tomar el primer tren.











A la mañana siguiente me despierto con la llegada del tren al pueblo. Me recuerda a Balbec. Balbec, Contramaestre, Palma Soriano: los pueblos son iguales en todas partes. Son pequeños y tienen los mismos peligros.
Antes de dejar el vagón, miro las casas bajas, las chacras, los edificios públicos y las iglesias. Bajo con mis cosas y espero que me traigan las valijas. Un par de viejos dormitan sentados en un banco. El aire está húmedo, cálido, lleno de bichos. Suena la campana, la locomotora resopla y los vagones se alejan. Entro en el edificio de la estación. Debe haber sido espléndido cuando los ingleses lo terminaron de construir. Ahora la pintura de las paredes se cae a pedazos. Está la boletería y la Sección de Encomiendas. El piso de baldosas luce impecable. El jefe de la estación se acerca, comenta lo caluroso que está el tiempo y aprovecha para preguntarme de dónde vengo y quién soy. Mi respuesta parece inquietarlo. Entonces le pregunto cómo llegar a la comisaría y cuál es el camino para ir al Instituto.











-¿Cómo andan las cosas por allá? –el comisario me recibe con un apretón enérgico de manos. Es petiso, desaliñado, usa tiradores y la barriga le asoma entre los botones de la camisa. Temo que uno se suelte y me lastime un ojo.
Lo sigo por la dependencia hasta su oficina. Allí rodea el escritorio, toma asiento y me pide que me ponga cómodo.
-Qué país... siempre a los tumbos –opino mientras acerco una silla.
-Todo está patas arriba... –sonríe con pena y se adelanta con la clara intención de hacerme una confidencia –Mi bisabuelo decía que la Organización Nacional era un cuento ¿sabe? El despelote se ordenaba para que siguieran gobernando los mismos... esto no lo arregla nadie –mira pensativo por la ventana, luego me estudia sin apuro -Ese Instituto... con todo respeto ¿qué lo trae?
-La psiquiatría... Surgmont es una eminencia. Espero que me permita pasar un tiempo a su lado.
El comisario cambia la cara, se inclina en la silla hacia atrás y juega con sus tiradores. Un insecto zumba a nuestro alrededor.
-Lo conocí hace poco, unos días atrás... esos sombreros que usa, ni se le ve la cara... y esas manos... los del pueblo tienen miedo. Hace un tiempo encontré cadáveres estrafalarios que después desaparecieron de la morgue.
-¿Quién se los llevó?
-No quisiera ver lo que vi en esos cuerpos –dice mientras examina sus uñas negras sin intención de mirarme.
-No quiero hacerlo perder tiempo.
El comisario frunce el ceño y carraspea.
-Si se rompiesen los vidrios de ese Instituto... -dice pensativo y se hamaca.
Lo miro en silencio. Alguien pasa por la calle en un carro. El comisario levanta la mano y lo saluda.
-Chau, chau –dice para sí y vuelve a mirarme- Tiene un ayudante... Benítez: es enfermero, cocinero, mucama... hace de todo... a veces viene a comprar... –consulta su reloj -pero querrá ponerse en marcha -se pone de pie, da unos pasos y descuelga la chaqueta del perchero -¿El viaje?
-Largo... –contesto y me levanto.
-Y aburrido –me palmea y sonríe.
Antes de salir le avisa al cabo que dentro de un rato estará de vuelta, que me va a llevar hasta el Instituto. El cabo me mira y hace ademán de pararse.
-Está bien –el comisario le indica que se quede sentado y agrega dirigiéndose a mí -¿Vamos?
En la calle nos envuelve una ventolera llena de tierra. El comisario insiste en llevar mis valijas y señala el auto. Forcejea un rato con el baúl y lo abre. Miro las casas viejas, los árboles descoloridos, las nubes que pasan. Pone la llave en contacto pero el auto no arranca.
-El presupuesto –hace una mueca –a veces le podemos echar unas gotas, pero cuando se rompe estamos sonados.
Logra arrancar con explosiones, ruido y humo. Mientras recorremos el pueblo el comisario habla. El ruido no me permite oírlo. Me mira, lo miro, mueve los labios, pero no oigo.
-Un barullo del demonio... –grita y señala unas casas abandonadas y un basurero- Acá se acaba el mundo.
Cruzamos unas vías y seguimos por un camino ancho de tierra seca. Una bandada de loros nos cruza.
-Es viejo –digo.
-¿Qué? –grita.
-Que el auto es viejo.
Asiente con aparatosidad como si el ruido fuera algo que también me dificultara ver.
-Allá va a encontrar uno peor –grita –Del tiempo de Ñaupa... hace años que no lo veo, tal vez no exista.
Miro las ondulaciones del camino.
-Antes tenían caballo... –continúa -pero el progreso...
El sol brilla en el cielo. Sobre el campo se elevan algunos montes achaparrados. Pienso que el motor podría explotar de un momento a otro.
-Cuando llueve no se puede ir –grita –Una de barro...
Miro la vegetación baja y grupos de algarrobos. Nos quedamos varios kilómetros en silencio. El motor sigue con sus ruidos que lastiman.
-Allí... -señala en forma vaga hacia adelante.
Un monte a la distancia rodea varias construcciones blancas con techos rojos. El comisario disminuye la velocidad y el motor se calma. Poco después nos detenemos frente a un par de garitas despintadas y con los vidrios rotos.
Instituto Neuropsiquiátrico, anuncia un cartel lleno de óxido que cuelga de un clavo.
Un interno flaco, sucio, con una especie de camisón y mirada apática, se para delante del auto.
-Así estamos –el comisario la señala.
Nos observa unos segundos y luego se va hacia los edificios.
-Putée o vomite, da lo mismo –y apoyándose en el volante -No se enoje si lo dejo acá. Este lugar no me gusta un carajo.
Bajamos, saca mis valijas del baúl y las deja sobre el camino.
-Bueno... sabe dónde estoy –hace un gesto en dirección al pueblo.
Nos miramos unos segundos, se sube al auto y lo pone en marcha. Me saluda con el brazo y se va.
Me quedo sólo frente a las garitas, la arcada y el camino de entrada. Miro las paredes blancas de las construcciones y sus techos rojos. Veo un mástil que sube frente a los edificios.
Me pregunto si éste lugar no será la pecera fría y luminosa del salón comedor del Grand Hotel de Balbec. Me pregunto si sus vidrios no podrían romperse.
-Preferiría estar en Francia, pero estoy acá -digo, levanto mi equipaje y entro.
El camino está flanqueado por eucaliptos que al final se confunden con las construcciones. Es un día de sol, lleno de pájaros.
Un interno barbudo, con el pelo largo y sucio de cenizas, sale de atrás de un árbol. Imita mi manera de cargar las valijas y de caminar. Al avanzar aparece otro, flaco y alto, que marcha como un soldado. Se detiene, hace la venia y luego se queda inmóvil. Una vieja ensaya saltos de baile y da dos o tres volteretas. Entonces hace una reverencia y trata de sacarme la valija. Luchamos unos segundos. Le grito y tironeo. No la suelta. Se me ocurre darle un caramelo que tengo en el bolsillo y termina su capricho. Se acercan más internos. Veo uno con cuerpo de fideo que repta por el suelo como una Yarará. Un grupo apretado y oscuro forma una orquesta con instrumentos invisibles. Un coro canta sin tono ni afinación. Varios parecen atender a una visita guiada. Los conduce un jorobado que señala cosas que no existen. Algunos están semidesnudos; otros están tapados hasta el cuello. Los pelos de los internos parecen escobas, cepillos, alambres. Muchos tienen costras. Oigo quejas, risas, palabras, ladridos, ruido de mercado. El aire se llena de olor a animales.
Tengo las manos húmedas y me duele el estómago. Surgmont no sale a recibirme. El gentío apenas me deja avanzar. A cada instante llegan más. Me tocan, me manosean, exploran mis bolsillos, quieren llevarse mi valija.
-Papi –dice un viejo que me abraza.
-¿Tené pucho? –me pide una interna.
Los aparto y vomito. Los que me rodean, sin dejar de tocarme, festejan alegres. Respiro hondo y busco un pañuelo.
Los internos achican el cerco. Pienso en escapar, en volver al pueblo. Me ahogo otra vez. Los aparto con fuerza pero avanzo con lentitud como su estuviera metido en el barro hasta la cintura.
Surgmont sigue sin dar señales de vida. Esta gente podría cortarme en pedazos y comerme.
Llego a la plazoleta frente a los edificios. Trepo a la plataforma del mástil y desde allí miro el espectáculo. Sólo falta que uno de estos pobres internos se transforme en insecto, rompa los vidrios que nos separan y entre en el salón comedor del Grand Hotel.
Las garitas de la entrada quedaron lejos.
Del edificio a mis espaldas sale un tipo bajo, grueso, morocho y sin cuello. Tiene la nariz quebrada y camina con balanceo de mono. Viste un ambo mugriento y lleva alpargatas.
-Oiga –se acerca escorado, sube a la plataforma y se detiene a milímetros de mi cara- A esta hora no se permiten visitas –y señala su reloj.
-¿Usted es?
-Benítez, el jefe del Departamento de Enfermería ¿Qué busca?
-El doctor me espera.
-¿Surgmont? –se rasca la cabeza y se ríe- ¿lo espera? ¿A quién tendría el honor de anunciar? –pregunta y hace una reverencia torpe.
Sin soltarme del mástil le digo quién soy y quién me envía.
-¿El Ministerio? ¿Director? –Me mira con desconfianza.
-Les mandaron un telegrama.
-Acá no llegó.
-Una carta.
-¿Quién confía en el correo? –niega con la cabeza -Me tendrían que haber avisado.
Me suelto y busco el sobre.
-Tome, lea.
Los internos están con sus hocicos pegados a nosotros. El sonido de una trompeta y el redoble de un tambor se oyen por encima de los gritos y las voces. Benítez mira el sobre, lo abre y examina el documento con sellos oficiales. Parece divertirse, como si leyera una revista de historietas.
-Bueno, chicos –le grita a la muchedumbre -Vamos, fuera... –y aplaude.
La mayoría de los internos también aplaude pero ninguno se va.
-La recepción terminó... vamos... –insiste y unos pocos se dispersan.
Benítez mira de nuevo el papel. Siento que respiro mejor.
-Dice... –se rasca la barbilla –, acá dice...
-¿Y Surgmont?
-Qué sé yo... no tengo idea -contesta hosco y se encoge de hombros.
Los pocos internos que han quedado están tranquilos al sol. Una bandada de loros pasa chillando de árbol en árbol.
Sin darme tiempo a reaccionar, Benítez rompe el sobre y arroja los pedazos. Luego hace un bollo con la notificación, lo tira hacia arriba y con una patada lo lanza hasta el borde del camino.
-Gol -grita con el puño en alto.
Lo tomo de la chaqueta, lo sacudo como a un títere y lo insulto.
-Pero si fue gol –protesta y se suelta.
Me mira con expresión tonta, como si nada hubiera sucedido, mientras oscila como un péndulo. Levanto el bollo y lo guardo.
Entonces reacciona, toma mis valijas y camina hacia el viejo edificio de paredes blancas como un jugador de fútbol que gambetea. Las puertas y las ventanas son de madera oscura y algunas están apolilladas. El techo duda entre derrumbarse o seguir adelante otro siglo. Benítez empuja la puerta con el pie.
-Adelante, patrón, adelante- dice.
El vestíbulo es silencioso, oscuro, con olor a humedad. Adivino una mesa de mimbre rodeada por sillas desfondadas. Cuando mi vista se acostumbra, veo un helecho que sobrevive como puede. Desde las paredes me observan los retratos al óleo de directores.
Benítez sigue hacia un pasillo corto donde se ven varias puertas.
-Esa da al despacho, aquella al dormitorio –señala hacia un lado –Acá está la sala de recibo y la biblioteca –señala hacia el otro.
Abandona mis valijas, cruza el corredor hasta el final del pasillo y abre una puerta que deja entrar luz.
–Por acá se sale a los jardines, a los pabellones y al resto de las dependencias –grita, hace un gesto hacia un costado y agrega: –acá duermo.
Regresa con la respiración agitada de un asmático.
-¿Juega al fútbol?
-No.
-No importa; yo tampoco, pero tenemos una cancha de primera –sonríe y muestra sus dientes marrones.
Levanta mi equipaje, abre la puerta contigua a la del despacho y entra.
-Su habitación, póngase cómodo...
El dormitorio es grande, con pisos de madera. Una cama de algarrobo macizo ocupa el centro. A cada costado hay un par de mesas de luz.
Benítez deja mis cosas y espera. Una puerta comunica mi dormitorio con el despacho. La abro y encuentro un escritorio de patas gruesas frente a un sillón tapizado de rojo. Detrás se alza un Grand ventanal, igual al del salón comedor del Grand Hotel de Balbec. Una cortina pesada cuelga a los costados. Veo un par de sillones de cuero, un sofá y dos o tres sillas metálicas.
Hay papeles por todas partes y cajas de cartón llenas de frascos con insectos muertos. Una biblioteca ocupa toda la pared. Tiene libros de medicina, entomología y literatura. Leo el lomo de algunos: “Anatomía Humana” de Testut, “Cirugía General” de E. Finocchietto, “Insectos y especies” de Lawrence J. Smith, “Psicosis y Delirios” de Servet, “A la recherche du temps perdu” de Proust. Sobre la pared opuesta hay cuadros, esquemas de artrópodos y una vitrina. En sus estantes hay mariposas, escarabajos y arañas.
-No tuve tiempo de ordenar –se disculpa Benítez detrás de mí –, la mayor parte del tiempo está acá.
Me acerco al ventanal para mirar el parque, el mástil y los internos que están al sol.
Benítez tose.
-Quiero hablar con él.
Se pone rojo como si se hubiera atragantado y balbucea incoherencias. Sobre el escritorio impecable y sin polvo, están los telegramas que mandó el Ministerio.
-Vamos... vaya...
-Pero, jefe... –se mueve de un lado a otro como si tuviera urgencia por orinar.
-¿Qué pasa?
-No sé dónde está.
-¿Cómo que no sabe?
Sólo es capaz de articular monosílabos.
-No le entiendo, sáquese la papa de la boca.
-La última vez que lo vi estaba leyendo esa carta –señala el escritorio.
-¿Cuándo fue eso?
-Yo qué sé... –dice y revolea los ojos como un muñeco.
-Vamos a recorrer este lugar. No soy idiota como para creer que no sabe dónde está –y acercándome a su cara, agrego –Antes del atardecer, quiero a Surgmont acá. No importa cómo, aunque sea al horno y con papas.






Me mira un instante y asiente como si hubiera entendido. Salimos al corredor y nos vamos hacia el parque por la puerta de atrás. Los tímpanos me laten como tambores que no me dejan oír lo que pienso.
El parque tiene árboles altos y añosos. El pasto está crecido, descuidado. Hay yuyos y las sendas de baldosas están rotas. Nos toca una brisa cálida. Benítez camina como un velero sin capitán que varía el rumbo a cada rato.
-Aquello es el pabellón de las chicas. Al lado, la enfermería –señala con la teatralidad inexperta de un mal actor -Eso es el comedor, la cocina y el lavadero.
Todos los edificios me parecen iguales.
-Ese es el de los muchachos; aquello es el taller.
Miro sin retener detalles, como el que ve un cuadro o una mujer por primera vez. Las paredes blancas contrastan con las ventanas opacas por la mugre. Benítez camina rápido y me hace señas para que lo alcance. Nos cruzamos con internos a los que saluda.
-Puchito, Overo... esa que va allá es Mili, ahí viene Don Segundo... estos son buenos.
Algunos parecen estatuas; otros se contorsionan como si fueran a romperse. Me demoro con uno que olvida su postura, se ríe unos segundos y luego vuelve a su mutismo. Benítez viene con saltos de mono y me toma del brazo.
-Después, jefe, sigamos.
La mañana se mezcla con los gritos de los pájaros y de los pacientes; con el resplandor del sol y la blancura de los edificios; con las nubes que pasan y los internos que vemos.
-Vamos, vamos... –urge Benítez como si el tiempo se nos pudiese acabar.
Cruzamos unos eucaliptos y subimos la escalera para entrar en el pabellón de las mujeres. Con expresión resignada, abre la puerta y me deja pasar.
Es un ambiente inmenso, de techos altos, con muchas camas. Le pregunto cuántas.
-Yo qué sé.
La mugre cubre todo y no distingo el final del pabellón. Hay desorden de elásticos dados vuelta, de sábanas que cuelgan, de colchones con su relleno a la vista. Ninguna silla tiene las patas enteras y no hay mesas sanas. Las internas usan restos de ropa. Tienen movimientos que me recuerdan a orugas, a langostas, a arañas. Algunas están en el piso; otras recorren la sala murmurando letanías. El olor me hace resoplar como un caballo.
-Qué quiere, estoy solo –Benítez se disculpa.
Una nausea me obliga a salir del edificio. Me apoyo en la baranda y vomito. Las arcadas me traen dolor de cabeza.
-Mal, jefe, muy mal –rezonga Benítez.
Me enderezo y tomo aire.
-Están como animales... –digo.
-Como bichos, patrón, son como bichos... Vamos, dele, sigamos –y baja las escaleras.
Me invade un vértigo y todo da vueltas. Alcanzo un banco donde me acuesto. Estoy revuelto y mojado como si me hubiera sorprendido una tormenta.
-Está blanco, jefe.
Benítez me mira. Una vieja se detiene a examinar un mechón de mi cabeza como si fuera un botánico que acaba de descubrir una especie.
-¿Y? ¿Mejor? –Benítez se inclina y me toca el hombro.
-Ya pasa, está bien –digo.
La vieja continúa evaluando mi pelo.
-Soltá, Pelusa, soltá –la aparta, la empuja y mira cómo se va –Esta es de las buenas.
-¿Qué es eso de los buenos?
-Algunos son capaces de cualquier cosa, jefe.
-¿De qué? ¿Qué hacen?
-¿Pasó?
Me incorporo pero siento las piernas flojas y blandas como si fueran de trapo.
-¿Pasó?
-Sí, no sé –me pongo de pie y me arreglo la ropa
–Vamos –me ofrece el brazo para seguir.
Atravesamos el parque para subir la escalera de la enfermería. Forcejea con la puerta y la abre.
El ambiente es extraño, luminoso y limpio. Hay vitrinas con medicamentos, jeringas, agujas y ampollas. Descubro instrumental quirúrgico para intervenciones complejas. Una lámpara de cirugía cuelga sobre una camilla con agarraderas de cuero. Todo brilla bajo un orden lúcido e implacable.
En una de las esquinas encuentro una caja negra con potenciómetros y cables: un aparato para hacer choques eléctricos. Pasan por mi cabeza imágenes de contracciones musculares; de espuma y sangre que escapan de la boca; de esfínteres que se relajan. Sobre una mesa hay recetarios de hojas amarillentas; crayones de colores y una pluma dentro de un tintero. Un libro de Entomología está abierto. Veo el esquema colorido de un insecto con un apéndice tubular que sale de su costado. Paso unas páginas y me detengo en otra ilustración: un insecto con perforaciones en el abdomen y el tórax.
Benítez me mira serio, escupe hacia un costado y sale.
-Vamos, jefe –grita desde afuera.
Dejo el libro. Salgo y lo veo ir en dirección al edificio del comedor.
Camino despacio. Me cruzo con internos que me miran como si tuvieran ojos para otro mundo o sangre fuera de este tiempo. Benítez dijo que algunos son capaces de cualquier cosa. A lo sumo podrían matarme. Me imagino con un cuchillo en el centro de la espalda o la cabeza abierta y el cerebro pudriéndose al sol como un ramo de geranios. Estamos lejos de todo. Mi cadáver podría hincharse y reventar bajo las lluvias y nadie se enteraría. Pero me asustaría más que me hicieran inmortal.
Mientras Benítez sube la escalera que va al comedor, veo una estructura metálica que se eleva y que está coronada por un tanque de agua. Al costado hay un tanque australiano.
Una mujer de cejas finas, ojos negros y boca de labios pálidos, aparece a mi lado. No la oí acercarse. Tiene el pelo oscuro, con ondas y lo lleva como un manto hasta la cintura. Usa una túnica blanca limpia. Me mira sin hablar.
-Apure, patrón –grita Benítez –, a esta hora pasa el tren.
De la nada surge un interno que me atropella con el ruido de una locomotora y su silbato. Rodamos por el suelo mientras me golpea con sus puños y sus pies. Benítez me lo saca de encima y el interno se va por sus vías imaginarias.
-Hay que acostumbrarse, jefe. Es el Estrella del Norte –y agrega mirando su reloj- Está en horario, vamos.
Me ayuda a levantar.
-Esa mujer...
-¿Pelusa?
No me mira. Respira con dificultad y vigila los costados como si algo plural estuviera a punto de atacar.
-Esa de ojos negros, pelo oscuro...
-¿Cuál, jefe? –sus ojos dan vueltas. De pronto, con la brusquedad de un títere, abre la boca, saca la lengua y la mueve.
-La que estaba a mi lado.
-¿Pelusa?
-No, esta es linda...
–Esto no es el cine, acá sólo hay bichos, jefe.
Se adelanta, sube la escalera y empuja la puerta. Lo alcanzo. El ambiente titila bajo la luz de velas rojas y blancas que están sobre unas mesas.
-¿Y esto?
Mueve la cabeza, los brazos y murmura algo que no entiendo.
-¿Qué es esto?
-Es la hora de comer.
Se me ocurre que aunque lo disecara no podría encontrar su cerebro.
-¿Esa puerta adónde va?
-A la cocina y a la lavandería.
Le ordeno que apague las velas. Se llena de un humo que me hace arder los ojos y toser. Mientras Benítez abre las ventanas, entro en la lavandería y me tropiezo con ropa tirada y tambores con prendas en remojo. En el agua flotan escarabajos que mueven las alas. Veo jabón blanco y cepillos. Sobre una mesa hay túnicas dobladas de las que se desprende aroma a nardos. Una ventana muestra el tanque de agua y su escalera.
Llamo a Benítez mientras observo el agua rosada que llena unas piletas de lavar. Sin darme vuelta, oigo sus pasos y su agitación.
-¿Y esta ropa?
-De los internos, jefe.
-Si están en harapos.
-Son muchos, es difícil vestirlos y estoy sólo.
Observo el parque a través de la ventana. El viento mueve las ramas de los pinos. Oigo el ruido de los zapatos de Benítez que se va.
-Espere, che.
Atravieso el comedor y entro en la cocina. Los internos que preparan la comida me miran. El cocinero me sonríe con dos o tres dientes. Las mujeres revuelven las ollas sobre el fuego y un interno lava cubiertos. Es un área limpia, ordenada, sin cosas libradas al azar. Al costado de unas mesadas de mármol, una cámara frigorífica ocupa toda una pared. La abro y está llena de carne, leche, manteca y verduras.
-Tienen de todo.
-En una época comíamos raíces, pero desde hace un tiempo, lo que se dice, hambre... –Benítez se toca la panza.
-¿Qué cocinan? –me acerco a oler el interior de una olla.
-Guiso, la receta es mía -contesta.
El cocinero me acerca una cuchara para que pruebe. Benítez se la quita con violencia y lo empuja.
–la especialidad de la casa... ellos me ayudan. Solos, no se dan maña. Pruebe, dele.
Aparto la cuchara. Me mira con desconfianza y la deja dentro de la olla.
-¿Seguimos? –digo.
-Sí, jefe.
Mientras baja las escaleras, Benítez se suena la nariz con la mano y la sacude.
-El instituto tiene problemas, no es fácil –resopla y saluda a los internos –, ese es Napo, está un poco loco –me comenta en voz baja -; aquel es Media Suela; el que está allá lejos es Júpiter. Estos también son buenos.
-¿Y los malos?
Se detiene, me mira fijo y feo y sacude la cabeza como si algo le molestara.
-Están delante de nuestras narices, como moscas. Me gustaría que no existieran...
Miro los edificios, los árboles, los internos, las moscas, la nariz de Benítez.
-Son como avispas, si uno no los molesta, no pican -agrega.
Cruzamos el parque y algunos internos se acercan y me tocan. Benítez los aparta con una disociación de reproches cariñosos y gestos brutales.
-El taller –señala.
Atravesamos el aire perfumado por pinos y eucaliptos en dirección al edificio.
Me sorprende oír música. Hay internos concentrados en fabricar instrumentos de cuerdas; otros hacen velas. Un grupo de viejas cose túnicas.
-Les enseñó de todo –digo.
-Yo no fui, jefe.
-¿Entonces quién?
-Son habilidosos... –contesta y se distrae tocándole la cabeza a una interna menuda. Luego le susurra algo que la hace reír.
-¿Quién les enseñó?
-Vamos, salgamos –abre la puerta y se va.
Salgo detrás de él y lo sigo por la galería hacia el pabellón de hombres. En el parque, lo tomo del brazo y lo detengo.
-Le hice una pregunta, viejo.
Como un muro que se eleva de la tierra, el aire se llena de olor a animales muertos. Benítez se tapa la nariz.
-El pozo ciego –dice.
Con gestos desmañados, señala el espacio entre el taller y el pabellón: una parcela de pasto y yuyos que mueve el aire.
-Tiene un montón de años –agrega.
Lo nauseabundo flota en el aire y nos obliga a contener la respiración. Nos apuramos para llegar al edificio donde lo sujeto del brazo con violencia.
-Le hice una pregunta, che.
No se esfuerza por soltarse. Baja la cabeza con la resignación de un animal al que van a matar.
-Barder, jefe. Un interno... lo quieren –dice sin mirarme.
-¿Es malo?
Se agita como si insectos treparan por su cuerpo.
-No, que yo sepa. Los cuida.
Entramos en el pabellón de hombres. La sala está sucia y revuelta como si hubiera pasado una sudestada. Las camas y las sillas se mezclan con basura. Las ratas caminan sobre el piso de baldosas. Avanzo entre los internos dejando atrás al enfermero.
-Oiga, jefe. Aguante, eh...
Un interno abraza a Benítez que lucha por liberarse. Mientras grita, sigo hacia el fondo donde encuentro una puerta que trato de abrir. Benítez logra desprenderse del interno, se acerca con recelo y se queda a mi lado.
-¿Allí qué hay?
Como un insecto gigante, mueve las mandíbulas, los brazos, las piernas y los ojos, pero no contesta.
-Ábrala.
Se adelanta y apoya su mano en el picaporte.











La habitación se despliega ante mis ojos con lentitud de araña. Tiene una cama, un escritorio, un ropero y bibliotecas. Aparto a Benítez, entro y miro los libros: Tratados de Entomología, un ejemplar del Kama Gita, poemas de Hesmor Rivera, las obras incompletas de D. Resnich; unos atlas de Anatomía Humana, obras de Freud, un par de Biblias y lo demás, es literatura.
Sobre una silla vieja hay papeles en blanco y un lápiz. La mesa de luz tiene su velador y un retrato. Es de una niña con rasgos parecidos a los de la mujer que vi. En el ángulo inferior dice circa 1935. No puede ser de ella. No debe tener más de treinta. Miro a través de la ventana el monte de eucaliptos y la cancha de fútbol. Dejo el retrato en su lugar. Benítez se quedó junto a la puerta. No se anima a entrar.
Sobre la cama hay un poncho. No veo relojes. Me acerco al ropero y lo abro. Tiene trajes de tonos oscuros, un estante con sombreros de ala ancha y muchos pares de zapatos negros.
-¿Acá duerme?
Benítez masculla cosas que no entiendo.
-Está bien –lo aparto para irme.
Atravieso la sala y salgo. Afuera me siento mejor. Unos internos corren a ninguna parte. Benítez me sigue unos pasos atrás. Me detengo y lo espero.
-¿Porqué esa cara?
-Los internos lo quieren como si fuera un tata; no se animan a decirle que no, hacen lo que él dice, creen que los va a salvar...
-¿De qué? ¿Cómo es?
Hace gestos convulsivos como si arañas, insectos o mujeres, le treparan por los brazos.
-No sé, nunca lo vi; cuando estoy en un lado, él anda por otro. Los internos hablan de él; de las cosas que cuenta, de lo que va a pasar, de sus manos...
-¿Qué va a pasar? ¿Qué tiene en las manos?
-Son deformes, patas de lechuza o garras de lagarto. No quisiera verlas, jefe.
Vamos en dirección al edificio principal. El día parece transcurrir entre cenizas y flores que flotan sobre un río.
-¿Y la mujer? La de la foto...
-¿Silvia? Cuidado, patrón. Es el diablo, la puerta del Infierno; hágame caso, no la vio, olvídela; dice cosas raras, oye voces; le digo en serio, es peligrosa como escorpión.
-Es una mujer.
-Eso, es peligrosa, es una mujer.
Entramos, recorremos el pasillo, me detengo y nos miramos.
-Sólo cuento con usted.
-Para servirlo, jefe, pero venga -me empuja hacia el escritorio -, tome asiento, debe estar cansado, le voy a preparar el cuarto –dice y sale.
Me deja y miro los frascos, los libros, los esquemas de insectos. Pienso en Surgmont, en esa mujer, en Barder. Me acerco a la ventana. La entrada del Instituto parece demasiado lejos. Benítez vuelve y anuncia que la habitación está lista.
-Bueno –miro la hora –, busque a Surgmont... voy a desarmar la valija y ordenar las cosas.
Se retuerce los dedos pero no se mueve.
-Vaya, dele.
Sale con desgano. Para encontrar la punta de la madeja, debo tomar las cosas con calma. Voy al dormitorio, abro la valija, ordeno sin apuro la ropa y me recuesto. La cama es dura. Doy vueltas y trato de dormir, pero es imposible. Miro el cielo raso. Pasa la hora del almuerzo y la tarde entra en un silencio largo. Pierdo tiempo, si eso fuera posible en este lugar, con la mirada sobre un cuadro que representa un viejo accidente de aviación en Medellín. Una araña se descuelga desde el marco. Benítez no da señales de vida. No me imagino solo; no llegaría a las garitas de la entrada; nadie sabría qué pasó. Siento el cuerpo cansado pero no puedo cerrar los ojos.
Anochece en los colores cambiantes de la ventana. Pienso si la oscuridad no traerá internos que me acechen preparados para servirme como cena.
-Jefe.
El enfermero entra con un plato.
-La cena –dice y enciende una luz amarilla de baja potencia –, vamos al despacho, va a estar más cómodo.
Me cuesta incorporarme pero lo consigo. Benítez despejó el escritorio.
-¿Y Surgmont?
Apenas balbucea.
-¿Y los internos?
-Es tarde, ya comieron.
Me dejo caer sobre el sillón del escritorio y aparto el plato. No tengo ganas.
Me observa mudo mientras tomo decisiones.
-Mañana empezamos a las siete, Benítez. No se quede dormido.
-Lo que ordene, jefe –responde con expresión vacuna.
-Ahora vaya, déjeme solo.
Se da vuelta y sale. Espero unos minutos. Me levanto y voy hasta la puerta de atrás. Miro la noche del Instituto.
Frente a cada edificio, los conos de luz vacilan rodeados por Grand cantidad de insectos. El resto es una oscuridad llena de ruidos donde el viento mueve las ramas altas y el cielo está plagado de nubes. Ha sido un día largo, estoy agotado.
Vuelvo al despacho donde creo quedarme dormido frente al plato de comida que no toco.
Más tarde me enderezo. Aburrido abro los cajones del escritorio. Encuentro esquemas de artrópodos y de mujeres y hombres de cuerpos deformes. Hay cabezas de insectos sobre troncos humanos y dibujos extraños que apenas entiendo. Hay lápices, gomas, tinta de diferentes colores y un poema de D. Resnich:

Transformado y extraño
mi cara un insecto
detrás de las ventanas
donde muere el mar

(del poema Insectos escrito hacia 1997
Obras incompletas de D Resnich. Ed.
Viejo Mundo, 1999. Barcelona. España.)

El último cajón está cerrado con llave. Trato de abrirlo pero no cede. Decido forzar la cerradura con un destornillador y encuentro una carpeta de cuero. Lo que leo es extraño e incomprensible. El tiempo pasa con desgano de horas muertas.
Las sensaciones que me producen la lectura me exceden y me obligan a buscar mi revólver y a llenarlo de balas.








Recorro con tropiezos las horas de la noche. El contenido de la carpeta es abismal. Hay papeles de diferente tamaño y letra; han sido escritos en distintos momentos. Algunos son confusos, con sombras más allá de las palabras que contienen. Me sobresalta el ruido de las ramas que el viento hace golpear contra la ventana. Sólo veo la oscuridad donde están Barder, Silvia y Surgmont. Éste podría aparecer y partirme en pedazos diminutos como hormigas. La noche pasa lenta, a la deriva, con cefalea.
Intento dejar los manuscritos pero fracaso. Su contenido hipnótico me repugna y me atrae. Tengo la sensación de no haber llegado hoy, de haber dejado la ciudad hace mucho tiempo.
Me quedo dormido. Me sueño en el comedor del Grand Hotel cenando con Benítez. Barder y Surgmont tienen la espalda apoyada contra los cristales.

Una penumbra azul se pinta con lentitud en la ventana y oigo canto de pájaros. Con la claridad descubro que me siento mejor.
A las siete, Benítez golpea la puerta y entra vestido con la misma ropa. Trae una bandeja. Descuelgo un guardapolvo y me lo pongo.
-Mate y bizcochos –Apoya la bandeja sobre el escritorio, toma el mate, lo llena y me lo pasa.
Hago sonar la bombilla y le doy un papel que escribí en el insomnio. Lo mira con la curiosidad con que estudiaría un insecto de diez patas.
-Vamos a tomar medidas de seguridad.
-Nunca faltó nada, jefe, las puertas están sin llave.
-Hablo de los malos. No tengo ganas de ir por ahí y que alguno me pegue un garrotazo. Vamos a usar sedantes para tenerlos mansos. Si no alcanza, les metemos un chaleco de fuerza.
-No es fácil atraparlos –contesta divertido.
-A mí tampoco.
-Nunca me tocaron un pelo, patrón.
-A usted lo conocen, les da de comer, los cuida; yo soy un extranjero.
Ceba otro mate y me lo ofrece.
-Les voy a decir que no le hagan nada –dice.
-No me interesan los horarios rígidos, pero me gustaría que se despertaran y acostaran a horas lógicas: siete u ocho de la mañana, lo mismo por la tarde.
Mira el papel con aire de científico perturbado y asiente. Le devuelvo el mate, echa un poco más de yerba, un chorro de agua y chupa.
-Y que se bañen.
Me mira como si pidiera algo imposible.
-Sé que no va a ser fácil, hay que tratar –digo -Si alguno no puede bañarse solo, la da una mano.
-Puede que alguna chica...
-Que usen las túnicas que vi; y usted, póngase ropa limpia ¿Y el mate?
Se mira el ambo.
Me extiende la calabaza.
-Esas velas...
-Son creyentes, doctor.
-Voy a traer un cura, aunque sea una vez por semana. Que sigan con las tareas manuales, es una forma de terapia. Se trabaja bien en el taller. Dígame lo que sepa sobre Barder.
Se sacude como si diez culebras se le hubieran metido en los pulmones.
-Ya le dije, no sé más, esas manos...
-De iguana.
-Peor –se retuerce los dedos y hace una mueca –de basilisco. Cuentan que no se lo puede mirar a los ojos, que uno se vuelve de piedra.
Un temblor de mi mano me hace golpear la lapicera sobre el escritorio. La dejo caer y miro a Benítez para ver si se calmó.
-Vea la hoja que le di.
Se recompone y recorre el papel.
-Haga ordenar los pabellones, que estén limpios como el comedor o la enfermería, que sean un lugar donde se pueda estar, sin mugre, ratas o insectos. Anoté el tema de la nutrición.
-El tanque australiano se llena cuando empieza a apretar el calor –dice y se rasca la oreja.
-Me refiero a la comida, che. Del tanque nos vamos a ocupar cuando llegue el verano.
Me pasa el mate, lo recibo y doy una chupada larga.
-La comida la dejo en sus manos, veo que se arregla, la carne es barata.
-La heladera está llena.
-Les vamos a dar mate cocido y galletas; cuando haga falta va a ir al pueblo a comprar víveres –le devuelvo el mate -El comisario me contó que tenemos auto.
-En el galpón, pero no anda –contesta y echa más agua en el mate.
El griterío de los pájaros decae y la mañana crece con los ruidos de la actividad del Instituto.
-Quiero deportes –hago una pausa y bostezo -¿juegan al fútbol? ¿A las bochas?
-Tenemos una número cinco.
-Vamos a organizar partidos; que las internas hagan gimnasia.
Se atropella hablando de las habilidades de algunos internos para el fútbol e imagina ejercicios de calistenia.
-Excepto que llueva –interrumpo.
Abre los brazos demostrando que está de acuerdo.
-¿Sigue caliente el agua?
Asiente, me pasa el mate, chupo y le doy un mordisco a un bizcocho. Un grupo de internos pasa por delante de la ventana haciendo un ciempiés.
-Revisé el fichero –señalo el mueble detrás de él –Es un desastre, voy a tardar en ordenarlo, quiero examinar a todos.
-¿A todos? Son muchos.
-¿Cuántos?
-Qué sé yo, no sé -Se mete un dedo en la oreja, examina lo que sacó y se encoge de hombros.
-A los que no tengan, les vamos a hacer fichas clínicas.
-Lo que diga, jefe.
Veo a dos internos que forcejean con el mástil con claras intenciones de arrancarlo.
-Esa mujer...
-Le pido que la olvide, patrón, no existe. Es una perra, ve cosas, oye voces, siente que la tocan; déjela –hace movimientos como si ella lo atacase y él se defendiera.
-Surgmont...
-Hace rato que no lo veo; dejó las cosas como usted las encontró; qué quiere que haga...
No voy a permitir que me ataque por la espalda. Voy a desfondar el Instituto y encontrarlo. Benítez mira el piso. Le pido otro mate.
-Vamos a trabajar así –señalo el papel –los problemas los resolveremos a medida que aparezcan. Si se le ocurre algo, me lo dice –miro el parque.
Se apoya sobre el escritorio y lo hace crujir.
-Los internos ayudan, jefe, con la comida, con lo que hay que lavar. Va a ver; no hace falta que venga nadie –niega con la cabeza –Así estamos bien.
Me pongo de pie, voy hasta el bolso y saco algo. Benítez sonríe como un escolar.
-Sígame.
Salimos, cruzamos el vestíbulo y abro la puerta. El sol pega brillante sobre algunas baldosas. Benítez se adelanta y obliga a los internos a soltar el mástil. Subo a la plataforma y desato los nudos.
-Va a ser un buen día, sostenga.
Le paso la soga. Un par de internos se detienen y se ponen firmes. Ato la bandera y la izo. Benítez hace la venia.
-Va a ser un buen día –repito.












































Segunda Parte













Tengo en mis manos papeles de la carpeta de Surgmont. Cuentan sus primeros días en el Instituto. Describen que los pabellones estaban a punto de derrumbarse; que la mayoría de los internos vivían sucios, muertos de hambre y sin ropa; que no había medicamentos ni personal. Leo esquemas de trabajo y veo que tenía la voluntad de organizar las cosas. Hay frases de esperanza de salvar almas, de sanar cuerpos y de desprenderse de futuras glorias personales.
A medida que avanzo encuentro páginas que me sorprenden por la incoherencia, el delirio, por la soberbia. Parecen la visión de un lunático. Acaso se astillaron los cristales de su cordura y lo invadieron ideas insanas y pobres.
Surge el retrato de un hombre arrastrado por la pasión; por misteriosos nexos entre hombres, mujeres e insectos; por terapias peligrosas.

Leo párrafos oscuros:
Esta lucha no se libra en un tiempo o lugar, siempre ha sido y será. Podrán cambiar los personajes pero no la obra.

Hay palabras que no entiendo. Parecen relacionadas con la Entomología. En la escritura desmañada adivino las palabras insano, pacientes, insectos, hombres, mujeres, cirugía, pupa, voltios. Leo varias veces la palabra transformado como en el poema de D. Resnich.
Encuentro fragmentos con ideas similares a lo largo de la carpeta. Estoy tentado a unirlos para darle un sentido al texto. No menciona a Silvia. Acaso, como escribió Hesmor Rivera, pertenece a una raza distinta y la atmósfera de llama necesaria a su cuerpo desapareció una noche de estrellas.
Acaso pueda recrear la atmósfera de esa noche y traerla de nuevo.
Menciona a Barder. Una y otra vez. Con una mezcla de amor y de odio, con la necesidad de disecarlo para ver de qué materiales está hecho.
Me hago el propósito de ocuparme a conciencia del contenido de estas páginas que esconden la clave de lo que sucede con Surgmont, con su desaparición y con este juego de escondidas. Sólo tengo estas páginas brumosas como esquemas de un abismo.
















El día progresa con lentitud de caracol lisiado, de esfera de reloj con agujas que han muerto. Doy una vuelta con el 38 oculto bajo el guardapolvo. Entro y salgo de los pabellones. Veo pasar a Benítez con expresión de padre disgustado con esos hijos internos, mansos y obedientes, que van tras él.
No debo distraerme. Uno de los malos o Barder, pueden salir de la nada con un palo y chau, convertirme en hombre muerto. El mismo Surgmont pronostica algo ominoso con su ausencia.
Miro el suelo para encontrar rastros que despejen el enigma de su escondite. Recojo puchos, papeles de caramelos, pedazos de suela de goma de zapatos, restos de insectos y otras basuras. Nada de lo que encuentro se relaciona con ellos. Me cruzo con internos de mirada amenazante ¿Están poseídos por alguna droga que robaron de la enfermería? ¿Bajo el efecto de alguna inyección que les aplicó Benítez? ¿Estarán padeciendo alguna transformación?
¿Y si todo lo que veo no fuera real? Como en la Invención de Morel, el libro de Bioy o en las Ruinas Circulares de Borges. Entonces nunca salí de Buenos Aires y duermo en mi escritorio junto a mis libros. Sueño que vengo a resolver un misterio. Hombres que juegan a que los encuentre, que se esconden para que los busque. Hombres que siguen reglas que ignoro ¿Será un juego de azar? ¿O estamos en un tablero de abismos donde cada paso nos lleva a un futuro decidido?
Pasan más internos con un mirar siniestro. Barder o Surgmont, sin más disfraz que sus caras o vestimentas ¿no serán uno de ellos?
Nada más fácil que esconderse a la vista de todo el mundo, al aire libre, entre un universo de gestos inútiles y ojos que nada miran.
Vigilo a los internos, acecho sus manos, sus actitudes, cada gesto que pudiera sorprenderme. No quiero que rompan los vidrios de mi salón comedor y me ataquen.

El mediodía me alcanza sobre un banco del parque donde me quedo dormido. Sueño que me encuentro con un amigo cuya cara no corresponde a él. Cuenta que le ha ocurrido algo extraño, una transformación, y nos reímos como si fuera un viejo chiste o algo ya compartido por ambos. Tiene su mano detrás de la espalda, la trae hacia adelante y es una pinza de escorpión que me asusta.
Al despertar veo las paredes de los edificios teñidas por la luz final de la caída del sol. Babeado y con excrementos de pájaros en el guardapolvo, me incorporo, cruzo el parque y voy a mi despacho. Me regalo una ducha larga y caliente. Mientras me seco, me miro en el espejo. Me siento raro. ¿Acaso me estoy transformando en alguien con mi cara, mis gestos, pero que no soy yo? Miro mis manos húmedas. Recuerdo un ambrotipo de la mano de mi tío abuelo sobre el cual, con la caligrafía de mi padre, están las iniciales de mi nombre. No quiero que estas manos se transformen en pinzas de escorpión.

Vuelvo al escritorio y sigo con la lectura de la carpeta. Benítez entra, deja un plato con comida que no miro y le pregunto por Surgmont. No lo ha visto, pero pensó el asunto de los pacientes peligrosos. Escribo los nombres que recuerda. Son demasiados para vigilar. Le doy una caja con tranquilizantes y le enseño qué comprimidos le tiene que dar a cada uno. Se va pero una amenaza queda en el aire como una baba del diablo.
Me pregunto si habrá un lugar donde poder estar a salvo. Ese lugar no está aquí. Acá, en cualquier parte y momento, se me puede detener el corazón.

A la noche, el sueño con el que esperaba encontrarme ha faltado a la cita. Aprovecho para leer bajo la luz del velador. He tomado la decisión de gobernar el Instituto, no de ser su víctima.
La realidad o lo que se nos presenta como tal, no existe, anota Surgmont que dijo Barder. Soy la realidad, la memoria, el olvido, el sueño y sus metáforas, la gracia de Dios y su hostilidad. Soy un ángel transformado, una criatura celeste del último de los nueve coros, un insecto que está en metamorfosis. La vida es la prisión del sueño que habitamos, es el sueño convertido en cárcel. No hay más paraísos que éste en el que no pagamos culpas. La muerte nos abre las alas. Romper las puertas de la celda ¿elimina la cárcel? Lo mismo queda en el mismo lugar.

Este papel con caligrafía de araña, como el resto, no tiene fecha. Lo escribió Surgmont en algún momento de su relación con Barder.
Dejo la carpeta a un lado y me quedo pensativo bajo el cono de luz. ¿Barder delira? ¿Es un esquizofrénico? Me tengo que cuidar de esa cosa plural que oculta.
Sigo la noche de la lectura a la deriva. Es un río de palabras y frases que no lleva a ningún puerto.
El insomnio, como un guardaespaldas, controla mi temblor, mi respiración irregular y que el revólver apunte con precisión hacia el centro de la puerta o hacia la ventana. Por uno de esos lugares espero que lo plural haga su asalto.




La salida del sol me trae dos sorpresas: la de haberme quedarme dormido sobre el escritorio y la de haber tenido un papel protagónico en un sueño intenso.
Silvia estaba desnuda sobre mi cintura; tenía mis manos sobre sus caderas y su interior era un abismo que atravesaba con sensación de misericordia.
Benítez me despierta de manera brusca y me espanta la felicidad. Me hace comer algo de un plato que puso delante y luego me obliga a levantar. Tiene la ansiedad de un niño al que le han prometido llevarlo al circo por haberse comportado bien. Salimos del escritorio y cruzamos el mástil para ir a un galpón. Una corte de milagros nos sigue como si entráramos a Jerusalén. Benítez abre el portón y unos murciélagos escapan.
-Chan, chan –canta y señala el vehículo cubierto de tierra.
Es un Nash 35, pesado, largo e igual al que tenía mi abuelo. Benítez arenga a los internos para que hagan fuerza y lo saquen del galpón al sol. Verlos me recuerda a los esclavos que construyeron las pirámides.
Una vez afuera, levanto el capot. Uno de los internos grita y se tapa la cara con los brazos. Benítez lo toma por los hombros y lo contiene con palabras suaves.
-Le tiene miedo a los motores –explica -, su padre fue un caballo de tiro y lo atropelló un Ford a bigote.
Reviso los cables, las bujías, la tapa de cilindros. Un interno me imita, recoge pinzas y se mete entre las piezas del motor. Cuando nos chocamos, hace un escandaloso ruido de bocina. Advierto que tanto él como su ropa están limpios. También el resto de los internos.
-¿Qué me dice? –Benítez sonríe vanidoso.
Lo felicito y vuelvo a esconderme entre las partes del motor.
-Todo parece en orden: las bujías, los cables... -Me subo, hago contacto pero no se oye nada –No tiene batería. Vamos a empujar –le digo a las caras decepcionadas que esperaban un motor rugiente.
Los internos se ubican delante del auto dispuestos a hacer fuerza.
-No, no, del otro lado –me quejo y los aparto.
Benítez los amontona contra el baúl, les separa las piernas y les estira los brazos.
-Ahora, con todo, vamos –ordeno.
El sol brilla sobre la carrocería del auto que apenas se mueve unos centímetros. Toma velocidad poco a poco, le doy contacto y el motor arranca, corcovea, pero se para. Oigo abucheos y silbidos. Un interno se quedó detrás, con los brazos estirados.
-De nuevo, vamos, a empujar.
Se arremolinan contra el paragolpes trasero y hacen fuerza.
-A la carga mis valientes... –Benítez los arenga.
El auto se mueve y arranca en medio de explosiones. Pongo primera, segunda y me dirijo hacia la entrada del Instituto. Veo que la distancia se acorta; que los eucaliptos pasan rápido; que las garitas se aproximan. A través del espejo retrovisor, observo el espectáculo de andrajosos, sucios y dementes que quedó frente al galpón. Saltan de alegría.
Decido que voy a llegar a la entrada, torcer a la derecha, irme a Buenos Aires y no volver jamás.
Ahora o nunca, me digo y acelero. Al llegar a la entrada del Instituto, clavo los frenos, el auto patina y la nube de polvo me alcanza. En el espejo retrovisor están Benítez y los internos. Delante tengo el camino hacia Buenos Aires.
Doy la vuelta y regreso. Me reciben con vivas y aplausos. Benítez baila sobre un pie y da vueltas.
Toco bocina, abro la puerta del acompañante y le grito que suba. Sus ojos se agrandan de la emoción y se acerca. Acaricia el marco de la puerta con respeto y sube. Los internos tocan los costados del Nash como si fuera un dios cascarudo gigante.
-Que se aparten los de adelante, los vamos a pisar –toco bocina.
-Píselos, jefe.
-No sea bruto, che. Que se corran.
Deja de sonreír, baja y los aparta a empujones. Algunos de los aferrados al insecto de metal no quieren moverse. Los levanta como muñecos de otro sueño y los lleva hacia el costado del camino.
Arranco y damos vueltas alrededor de los pabellones.
-Le toca a usted -freno, bajo y rodeo el auto.
Se pasa al asiento del conductor y los ojos le brillan cuando pone las manos sobre el volante. Me acomodo a su costado.
-¿Qué hago, jefe?
Le explico una vez pero no entiende; le explico varias, no sé si entiende pero lo intenta. El auto avanza, se para, avanza, se para.
Vuelvo a empezar. Le indico para qué sirve cada pedal; para qué se usa la palanca de cambios; le digo que debe soltar despacio el embrague al mismo tiempo que acelera. Dice que entiende. Arranca y vamos. Le grito que pase a segunda, que no sea bestia, que el motor va a reventar. Pone el cambio y un milagro hace que doble a tiempo y no choquemos contra el mástil. Los internos gritan y corren en todas direcciones como insectos que huyen de una catástrofe natural.
Benítez pisa el freno con violencia y el auto resbala y me golpeo la frente contra el parabrisas.
Le rodeo a Silvia la cintura y mis manos tocan, en la superficie quitinosa de su espalda, el punto donde nacen sus alas transparentes y finas. Me veo reflejado en el verde facetado de sus ojos mientras la beso y me liba.
-¿Se lastimó? –llega la voz de Benítez y recupero la conciencia.
-No fue nada, che –me toco el chichón de la cabeza y siento el gusto de la sangre en la boca –no es nada.
Bajo y me tiro a descansar en la plataforma del mástil. Benítez arranca el Nash y da vueltas.
Un interno se sienta junto a mí, apoya su cabeza sobre mi hombro y se duerme. Imagino que el pobre sueña un sueño sin mujeres, sin insectos y que es feliz.
Benítez aprende a manejar rápido y bien. Conduce con los gestos ceremoniosos de un chofer de embajada. Al rato, dejo al interno dormido contra el mástil y le hago señas para que se detenga.
-Fangio, jefe. Igual que Fangio ¿Vio? –dice entusiasmado.
Le recuerdo que tenemos cosas que hacer; que va a tener tiempo para practicar; que cuando maneje bien va a ir al pueblo a comprar víveres y medicamentos. Se baja, da unas palmadas a la carrocería y se va.
Miro el cielo ancho y calmo. Por primera vez siento hambre. Me va a hacer bien comer. Estoy bajando de peso y la ropa me empieza a bailar. Me va a pasar algo. Transformarme en lo que no quisiera, por ejemplo.















Apenas pruebo la carne del plato, que a la hora del almuerzo, Benítez deja sobre el escritorio. Lo aparto para leer una observación que Surgmont atribuye a Barder. Según ésta, en el momento en que Dios descubre los valores negativos del hombre que había creado, lo condena a muerte sin misericordia. No comprende que su criatura es el resultado de la utilización de materiales de mala calidad.
La originalidad de los pensamientos de Barder me deja perplejo.
Me quedo dormido y sueño con Benítez. En el papel de doctor frente a mi cama al lado del mástil, dice que me ve mal, me toma el pulso y pide que le muestre la lengua. Saco una lengua larga, bífida y húmeda. Mal jefe, dice y señala una etiqueta pegada a mi pecho, agrega: Está vencido, no lo usó y se echó a perder.
Me despierto a los gritos y me tranquilizo al reconocer el escritorio, la biblioteca, el ventanal. Salgo al parque y el resto de la tarde paseo por el Instituto. La paz del campo me hace sentir mejor, más confiado, pero es simple: estoy vivo y sin fecha cercana de vencimiento.
La caída del sol me encuentra tras posibles rastros que pueden llevarme a encontrar a Barder o a Surgmont. Descubro que son lo mismo: La misma cosa inmunda los une.





La noche de siempre me alcanza a la hora acordada y en el sitio convenido con el insomnio. Unas páginas de la carpeta de Surgmont explican cómo Benítez empezó a trabajar en el Instituto. No están exentas de presunción y vanidad literaria.

“López, mi enfermero, se mandó a mudar. Había ido a la cocina a buscar la cena; cuando regresó con la bandeja, yo descorchaba una botella de tinto. Cenamos en silencio, teníamos hambre. Cuando su pan dejó limpio el plato, levantó la copa y dijo Salud. Salud, respondí. Se puso de pie y sin decir más, pasó por detrás de mí, me dirigió una mirada de piedad, casi paternal, abrió la puerta del despacho y se fue.
Días después, agobiado por el exceso de trabajo, en una noche de calor sofocante en la que los insectos gritaban enloquecidos y volaban frenéticos alrededor de las lámparas, salí a caminar. El día había sido pésimo. Los internos se negaban a ajustarse a los resultados de mis nuevas terapias quirúrgicas. Fracasos, errores, pérdidas de tiempo y esa incomprensible falta de cooperación. El horizonte resplandecía bajo la luna. El campo, más allá de los eucaliptos, parecía fosforescente. Caminé distraído escarbando con mi bastón entre los arbustos. Espanté un murciélago que se acercó; salté alambrados ajenos. El ruido de los bichos inflaba la atmósfera como un globo. Me detuve bajo la copa de un algarrobo y respiré hondo. Me estaba empezando a sentir mejor, lejos de la Entomología y sus desmesuras, lejos de los fracasos y de Barder. Me disponía a volver cuando oí un ronquido. Miré hacia la oscuridad entre las ramas. Lo oí otra vez y la emprendí a bastonazos contra el tronco. Oiga, grité y chisté. Se escuchó el ruido creciente y desprolijo de algo que se desplomaba. Me aparté antes de que se me cayera encima.
Un animal salvaje o lo que fuera se movía al lado del tronco. Me acerqué con el bastón estirado y listo para atacar. Toqué algo blando que siguió roncando. Oiga, dije y lo golpeé.
Un individuo que a la luz de la luna tenía el aspecto grotesco de un enorme escarabajo, se puso de pie, se frotó la espalda y se quejó. Cuando pretendió acercarse, esgrimí el bastón como defensa. Atrás, ordené. Usted manda, doctor, dijo. Su olor a alcohol barato era inmundo. Así que durmiendo la mona, qué lugar ¿no? Miré hacia las ramas del árbol. La patrona, jefe, contestó, cada vez que se me va la mano con la ginebra, me echa de casa. Al menos arriba de este árbol, puedo mear en paz.
Le sobrevino un ataque de hipo. Me mantuve en guardia, a distancia de bastón. Sabía que las acciones de los seres primitivos son impredecibles.
Si me disculpa, dije, estaba dando un paseo. Me di media vuelta para irme. Patrón, me llamó. Se acercó y puso su dedo sucio y grueso sobre mi traje. López, su enfermero. Qué con López, contesté. López, repitió mientras perdía el equilibrio y yo lo tomaba del saco. Qué con López, insistí. Eructó su alcohol frente a mi cara. Lo dejó plantado, dijo, se las tomó, chau ¿Cómo lo sabe? Frunció las cejas y los labios. Hace unos días pasó en pelotas y duro como un muerto, por delante de mi rancho. Y con eso ¿qué? dije. Que sin enfermero, contestó, usted también va a terminar en pelotas por el campo.
Lo empujé con violencia y alcé el bastón. El tipo esperó el golpe con apatía, con costumbre. Lo sacudí con fuerza hasta sentir el brazo dolorido. Mama, mama, gritó. Oí una arcada y el vómito. Está bien, ya está bien, dijo. Lo levanté de los pelos ¿Sabe poner inyecciones? No, dijo. ¿Curar heridas? ¿Limpió o bañó a algún enfermo? ¿Conoce lo que es un electroshock? En el rancho andamos con velas, patrón, dijo. ¿Sabe lo que es la Entomología? ¿Nociones de anestesia o cirugía? No. A todo dijo que no. Lo solté, di un par de pasos, pensé, traté de pensar, pedí que alguna idea viniera a mi cabeza. Me sequé la frente con la manga del saco. ¿Sabe cocinar? Lo que ordene, dijo. Bueno, entonces vamos, va a ser mi enfermero. Me alejé bajo la luz tenue de la luna que tocaba los arbustos ¿Su mujer? ¿su familia? En este país es más difícil conseguir trabajo que montura, dijo.

Dejo los papeles de la carpeta de Surgmont y me aprieto los párpados. La noche está alta y estoy lejos de la madrugada. Me pregunto cuándo va a empezar la acción. Busco algo para entretenerme: contar las balas del 38 y limpiar el revólver.



Deambulo sin destino por la mañana del Instituto. No puedo evitar la aparición dentro de mi cabeza de cosas que he leído en el aquelarre de la carpeta de Surgmont.
No sé si esos escritos revelan pensamientos y acciones de una mente genial o enferma; no sé si estoy frente a un ser perverso o único; no sé si pertenecen a uno o al otro.
En ningún párrafo encuentro algo que explique porqué están escondidos.
Las descripciones que Surgmont hace de Barder son extrañas. Me hacen pensar en el poema Transformado de D. Resnich. ¿Es un monstruo que recorre laberintos? ¿que nada aguas azules y lejanas? ¿padece esquizofrenia? ¿tiene un delirio paranoide?
Y Surgmont ¿no estará bajo otra apariencia? La de un gigantesco y horrible insecto que desde alguna parte de este Instituto me espía, me sigue, me vigila y espera el momento adecuado para romper los cristales, rodearme con sus patas e inyectarme su veneno. Puede estar a punto de lanzarse desde un techo, con las alas desplegadas y las mandíbulas húmedas, para caer sobre mí y destrozarme la garganta.

¿Si los escritos fueran sólo la proyección de la personalidad enferma de Surgmont, y Barder, alterado pero inocente, jamás hubiera pronunciado una palabra?

Quisiera una sola palabra que fuera cara de la verdad, pero las palabras son sólo máscaras de máscaras.
Sólo tengo dudas pero ninguna palabra.

Silvia aparece frente a los edificios del otro lado del parque. Sin perder tiempo, corro para alcanzarla. Va como suspendida por hilos invisibles. La pared blanca del comedor la oculta. En mi carrera veo caras que no recuerdo, tal vez nuevas, como si el Instituto fuera una colmena o un hormiguero y el número de internos fuera incalculable.
Dejó atrás la fila de eucaliptos, rodeo el comedor y sus dependencias, la busco por todas partes pero no está. Voy hacia la enfermería y encuentro unos loros que se pelean contra el cielo profundo. Circundo el tanque australiano con el acompañamiento del sonido de un clarinete que escapa del taller.
Giro y casi la atropello. Estaba esperándome.
-¿Por qué me sigue?
Su voz es afónica. Quiero contestarle pero la carrera me dejó con taquicardia. Me mira con la misma concentración de un entomólogo sobre un insecto. Me tranquiliza ver que no tiene alas.
-Ni sé cómo se llama.
-Cuándo a un hombre le interesa una mujer, siempre pregunta su nombre ¿Adónde iba?
-Hay mucho por hacer y no tengo tiempo...
-Ah –se muerde el labio y mira mi boca.
-Tengo que ocuparme de los pacientes –sigo y hago un gesto vago y me toco los labios.
Silvia mira mis manos como si ellas fueran las que hablan.
-De los pacientes, las terapias, los medicamentos... –continúo.
-Sus manos –dice –Caminemos... está lindo –me toma los dedos y los acaricia -Están mojados –y los seca con la túnica.
Una cotorras vuelan en desorden y chillan. Recuerdo las advertencias de Benítez pero junto a Silvia me tranquilizo, se calma mi corazón.
-Vamos –me lleva sin esperar respuesta.
Su forma de moverse como águila que planea contra el viento hace que pierda noción de todo. Veo paredes, ventanas, senderos, árboles, internos y días. Todo adquiere otra perspectiva, como si enfrentara un espejo y descubriera ser otro. Se detiene y nos miramos como aquellos que se han dicho toda alegría, todo desencanto.
-No hable, mi querido, sólo quiero pasear –toca mi mejilla mientras el aire le lleva mechones a la cara.
-Tengo algunas preguntas –digo.
Abre sus ojos con asombro.
Benítez se acerca apurado y saluda. Ignora a Silvia que sonríe ante su manera de caminar.
-¿Qué me va a preguntar que usted no sepa? –se lleva un dedo a los labios.
La mañana nos rodea con sus colores cítricos. La luz solar que filtra las ramas de eucaliptos dibuja sombras de patas finas sobre su cara. Tres pacientes pasan y saludan. Silvia los observa con misericordia. Siento que su mirar descubre cosas a cada instante.
-¿Seguimos? –toma la punta de mis dedos.
Me veo como el chico que iba de la mano de su padre y tenía miedo de perderse. Nos detenemos entre los árboles cerca de la entrada posterior del edificio principal. Una nube nos da sombra momentánea. Benítez regresa.
-Sólo hay que saber cuándo preguntar o cuándo abrir los ojos –apoya su mano en mi pecho y suspira.
Benítez saluda de nuevo.
-La vida es un misterio de espejos y monstruos ¿no? Barder; el otro; ahora usted...
Acordes de música de Mozart salen del taller.
-Barder... –digo –Es lo único que oigo, los internos, Surgmont...
-Esa basura de Surgmont –su cara y su voz se transforman –no lo nombre.
-No sé dónde está.
-Es un animal que se esconde.
-¿Porqué?
Silvia cierra sus puertas, sus ventanas, su alma.
-Es despreciable, una aberración.
-¿Por qué se esconde?
-¿Quién no se oculta de algo? ¿Quién no tiene motivos para hacerlo? –ahora su voz es sanguínea –¿Qué hace usted acá?
Su mirada es dura pero todo en ella me atrae: sus ojos, su piel, su actitud, su cuerpo.
-¿Vamos? –pide.
Pienso en este lugar alejado de todo Dios; en Surgmont y Barder escondidos; en Benítez y en esta mujer. No entiendo nada de lo que pasa.
Caminamos hacia el huerto bajo la mirada de internos que dicen: Allá van los sueños y la sombra.
-Oiga –digo y Silvia adelanta el cuerpo y estira el cuello como si ese gesto asegurase mayor atención -no me importa qué problemas personales quieren arreglar. Surgmont no da señales de vida y Barder...
Me interrumpe como si hubiera dicho algo que esperaba, me mira con ternura y me acaricia el brazo.
-Sabe que lo voy a ayudar ¿no, mi querido? –y me besa.
Cierro los ojos con la sensación de sus labios en los míos y noto que se aparta.
Cuando los abro estoy solo.
Con lentitud pero firmeza, vuelve la taquicardia.



De noche no consigo dormir y acumulo alteraciones físicas como si fuera un coleccionista. Mi pierna tiembla y tengo movimientos anormales en los dedos. Parecen hojas que mueve el viento. Voy a terminar retorcido como enfermo de tétanos. Creo que podría ahogarme con mis latidos. Como el rey Midas, mis manos mojan lo que tocan. Acaso toque a Silvia y se moje y se transforme en lago. Este lugar me está obsesionando como un botánico con sus hojas o un entomólogo con sus insectos.
Voy a armar las valijas, ir al pueblo, tomar el tren, volver al Ministerio y admitir que no pude solucionar ni resolver nada. Me ganaron un par de internos escondidos en medio del campo.
Sin embargo necesito resolver estos misterios ¿Qué pasó con Surgmont? ¿dónde está? ¿Qué pretende Barder? ¿Quién es Silvia? ¿me estoy convirtiendo en un monstruoso insecto?

Benítez trabaja como una mula todo el día. Como resultado las cosas se ordenan y el caos se transforma. Los internos, en su mayoría dóciles, se despiertan y se van a dormir a horas razonables. Siempre hay alguno que le escapa al agua pero Benítez se las arregla, lo atrapa y lo baña. Los veo pasar inmersos en sus delirios pero limpios y peinados.
Todas las mañanas antes de la salida del sol un ritual viene en mi puerta. Comienza con golpes y el pedido tímido, formal y respetuoso de que les entregue la bandera. Se las doy y la observan como algo mágico y lleno de enigmas. Se retiran marciales en dirección al mástil. Se turnan para izarla. Mientras uno toca el bombo, el clarín o la flauta, el resto llora como si un suceso extraordinario hubiese transformado sus vidas.
En el crepúsculo la bajan con ferocidad. La arrancan de la soga, la tiran sobre la plataforma y la pisotean. Luego huyen despavoridos como si los persiguiera algo plural. Levanto la bandera del suelo, la llevo al despacho y la limpio.
Al día siguiente, como en una obra de teatro, cada uno representa el mismo papel.
Siento piedad por estos hombres condenados a recorrer laberintos que conducen a su propio espejo. Los veo moverse por la cocina; preparar el almuerzo o la cena; usar el lavadero para luego secar la ropa al sol; fabricar sus velas e instrumentos. Veo sus monstruos que los devoran y los transforman.

Fui al pueblo. El cura me hizo esperar unas horas. No me desalenté y tuvo que atenderme. Durante nuestra conversación apretó el crucifijo entre los dedos hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Habló del alma errante de los animales y del ánimus colectivo de los insectos. Hay seres que son insectos, que no pueden salvarse a través de la fe, dijo.
Quedó en venir a dar misa. No le creí y no ha venido. Si lo hiciera tendría razones de peso para dejarlo internado.
Me deprime no descubrir dónde se esconden Surgmont y Barder. Adopto estrategias neuróticas: camino sin hacer ruido para llegar sin que me oigan. Reviso roperos, botiquines y armarios. Atravieso pasillos y corredores. Me confundo con los internos. Golpeo paredes y puertas o levanto tapas. Los internos me imitan: atacan medianeras y tabiques como si fueran pájaros carpinteros.
Desmenuzo el huerto, la cancha, el parque, el camino de entrada. Meto los pies en hormigueros, charcos de agua o pedazos de bosta. Estoy sin mapas; con esquemas; con bosquejos.
Busco durante las primeras horas del día o en sus últimas, cuando todo parece dormir en los pabellones, el taller, en todas partes o cuando nada se ha despertado. Encuentro huellas que se multiplican, se bifurcan, se pierden.

No puedo encontrar lo que está en ninguna parte.

Tendría que haberme negado a este juego con reglas que desconozco, con piezas que ignoro y sin saber qué movimientos debo hacer. Estaba bien en casa entre mis libros. Quise ser Ícaro y me voy a quemar por fuera y por dentro.

Surgmont me espía y me anticipa. Este lugar tiene ojos que le hacen señas, bocas que le avisan, manos que lo protegen ¿Por qué?
Silvia y los internos habrán hablado con Barder.
No sé nada de ninguno.
La habitación de Barder es el decorado de una obra a la que he llegado tarde y que ha terminado.
Los internos me sonríen como si supieran la verdad.
Los reviso por las tardes y los medico si es necesario. Hacemos sesiones de grupo en las que pregunto por Barder. Nadie me contesta.
Silvia me gusta. Me gusta su pelo que la envuelve como una nube; su mirada triste, húmeda; su andar de mariposa. No la busco pero la encuentro y mis síntomas se evaporan. El corazón baja a su frecuencia normal, las palmas se me secan y los dedos se aquietan. Permanecemos juntos un tiempo imposible de medir. Entonces hablamos de lo común: los años, los dolores del alma, el campo, las estaciones, los sentimientos. Miro su boca como si sus palabras dijeran algo diferente a las cosas comunes que dicen. Quisiera besarla, tocarla.
Le pregunto sobre Surgmont o Barder pero se nubla y no quiere contestar. Me contó, aunque ni siquiera hay una ficha clínica de ella, que está acá desde niña. La dejó su madre porque hablaba lenguas extrañas y entraba en largos períodos de catalepsia; porque decía que los ángeles bajaban del cielo para tocarla.

Los días son tibios. Me acostumbré al monte chato, al chillido de los loros, a la quietud de la nada. Por momentos tengo la sensación de estar dentro de un cuerpo ajeno.

Quiero acomodar el fichero para leer cada caso y actualizarlo. Son demasiadas fichas, no están en orden alfabético y tienen pocos datos. Benítez pone voluntad para ayudarme y acomoda sobre el escritorio las que empiezan con la letra A. Se nos llena la mesa de fichas. Cuando pasamos a la B, aparece otra A; cuando pasamos a la C, aparece una B. Todo el tiempo aparecen fichas nuevas.
Benítez no tolera que nombre a Silvia. Dice que no quiere saber nada de ella; insiste conque es peligrosa, que prefiere viejas desdentadas o feas. Me pide que no la vea. Es algo que no logro hacer.
Cuando Silvia se acerca es una tormenta que me empapa.
Benítez trae pacientes que nunca he visto. No sé de dónde los saca. Le doy una ficha y le pido que me lea los datos. La da vueltas, la tuerce. Le pregunto qué le pasa. Le pido que la lea, que no puedo perder el tiempo, pero dice que no sabe leer. ¿Cómo se las arregló con los medicamentos? Dice que los conoce por los colores.
Se me ocurre que sabe menos de lo que imagino: no pudo leer las fichas, no pudo leer las notas de Surgmont acerca de Barder.

En este lugar cada vez más grande, me siento cada vez más solo.








Bajo la luz ámbar que ilumina mi cuarto donde se acumulan insectos muertos y vivos, encuentro un papel de la carpeta de Surgmont que me inquieta.
Empezó la cacería, dice. Es una lástima. Barder, con la multiplicidad de sus desórdenes, fue un ayudante y un aliado útil. Ahora es una cuestión de adaptación y supervivencia. No aprueba mis métodos y con ello demuestra sus límites. No voy a permitir que interfiera con mis tratamientos. Tengo la responsabilidad necesaria para llevarlos adelante y para hacerme cargo de lo que corresponda. Sé que las restricciones que en su oportunidad establecí, no fueron obedecidas.
Cada uno tiene claro con quién se enfrenta. No hay lugar para los dos.
¿De qué métodos habla? ¿Cuáles límites? ¿Qué restricciones?
La noche es una esfera llena de inútiles horas en blanco.














Un nuevo día me encuentra sobre la cama con los ojos abiertos y sin saber si he dormido. Me visto y cumplo con mis obligaciones. Benítez conduce el Nash hasta el pueblo. La gente se esconde en sus casas como si fuéramos portadores de la Peste Negra. Se niegan a vendernos artículos de limpieza pero los convenzo a punta de revólver. De regreso superviso el aseo de los dormitorios y la preparación del almuerzo. El enfermero oficia su rito de papas, carne, porotos y cebolla. Después reviso internos, lleno fichas y reparto fármacos.
Es media tarde y la luz del sol avanza entre los pinos. Muchos pacientes duermen la siesta. Oigo gritos de alguien al que parecieran estar asesinando. Vienen de la cancha de fútbol. Benítez, que recibió el nombramiento de árbitro como si lo hubiese ordenado Caballero, con la pelota debajo del brazo y con gesto adusto, detiene el partido y llama a los jugadores. Dice que no quiere muertos, heridos, ni ataques de epilepsia. Todos corren detrás de la pelota sin saber hacia dónde tienen que patear. Se entregan al público de internas que gritan para cualquiera de los equipos.
Aprovecho para tomar aire; para pensar las cosas que salen de la carpeta de Surgmont como si fuera la caja de Pandora o un Leviatán que toma forma.
No encuentro acontecimientos significativos entre ese montón de papeles sin fecha. Surgmont dejó sólo lo que le interesaba que yo leyera. Lo importante debe estar en otro lado o no existe. Cabe la posibilidad de que todo sea una ficción delirante de Surgmont y Barder, una invención conjunta, una obra escrita en colaboración. En todo caso soy víctima de ambos.
Sé que conocen mis idas y vueltas, los pasos que doy. Todo el tiempo me vigilan desde todas partes. Ven a través de los ojos del Instituto y de Silvia. Oyen a través de pacientes que repiten, como un rezo, frases enteras que dije.
Así, hablo en voz alta para que me escuchen o dejo papeles a la vista para que los lean. Son señuelos que eluden, trampas que no pisan, acertijos que resuelven.
Cambio de táctica: oculto todo con la esperanza de que mis silencios los perturben. El arte de perseguir se basa en el ejercicio de esperar con paciencia. Como respuesta, Barder y Surgmont mantienen su carácter invisible y soportan mis vacíos de señales y signos.
En esos períodos en los que permanezco quieto, cada cosa queda en su lugar y el Instituto se detiene. Cuando insisto con mis mensajes o mis intentos de encontrarlos, los objetos muestran vida propia y van de un lado al otro: la lámpara del escritorio se traslada al piso; la lapicera va de la carpeta al fichero; un zapato se separa del compañero y se ubica cerca del mástil.
A veces no hago nada y me dejo llevar, pero me siento una mosca atrapada en el centro de una enorme tela de dos arañas.
Que vengan por mí es cuestión de tiempo. Estoy en el borde del abismo. Hago equilibrio pero cualquier cosa podría hacer que perdiera pie.

Vago por el parque mientras oigo los gritos del degollado en el partido de fútbol. Me hubiera gustado ser un hombre simple para gozar de cosas simples.
Un interno me apunta con el índice y el pulgar y anuncia que es un asalto, arriba las manos. Obedezco, me palpa, señala mi reloj y se lo doy. Lo mira con aire de científico y sin dejar de apuntarme lo acerca a su oído. Mueve la cabeza y dice Tic-tac-tic-tac. Mete las manos en mi guardapolvo, me saca las llaves del despacho y del auto y me mira contento. Bajo los brazos pero repite que arriba las manos, es un asalto y sale corriendo. Voy tras él pero es ágil y rápido. Cruzamos el parque saltando arbustos, charcos e internos tirados en el pasto. El maratonista se escapa en dirección al huerto.
Cambia de rumbo y me obliga a seguir la carrera por detrás del lavadero y la cocina, en dirección al bosque cerca del taller. Desaparece entre los yuyos y las ramas de los árboles. Lo encuentro agazapado detrás de un tronco raquítico. Alto, la policía, grito y sigo con el ulular de una sirena. El asaltante larga las llaves y el reloj y se escapa. Al agacharme para recoger mis cosas, percibo un olor espantoso.
Es el pozo ciego. Voy a tener que cavar uno nuevo, este tiene décadas y ya no sirve. Me tapo la nariz y me voy pensando en andar con más cuidado.

Me abandono sobre un banco frente a los ventanales para recuperar el aliento, respirar aire fresco y mirar las nubes.
-Mi querido.
-Está lindo –contesto –venga, siéntese.
-El barrio es peligroso, hay muchos ladrones –Silvia se ríe –se lo hubiera regalado ¿Para qué necesita el tiempo? –me mira y apoya la cabeza sobre mi hombro –me gusta.
-¿Qué?
-Usted –se pasa una mano por el pelo y lo agita.
-¿Porqué?
-Me gustan sus manos, son suaves. Tiene dedos finos, delicados. Barder tiene manos horribles, son unas garras deformes.
-Cuénteme más.
Me toma las manos y las mira con la ternura del que por fin encuentra un objeto que deseó mucho.
-¿Qué quiere que le cuente?
-Hábleme de Barder.
-Tiene dedos gruesos, ásperos, con uñas curvas como vidrios de reloj –se mueve incómoda con gestos de desagrado –No son humanas. Él las odia, las odia. Si no fuera por eso...
Un grito de gol llega desde la cancha junto con el ruido del festejo.
-¿Si no fuera por eso?
-Me gustan sus manos, usted me gusta –mira mis labios -Surgmont era un grosero –sigue - usted es tan masculino...
-Benítez la ignora.
-Ve lo que quiere ver, como todo el mundo. Usted ¿me ve? ¿le parezco real?
Apoyo mi mano en su muslo y se acerca a mi boca pero se aparta.
-¿Le parezco real, mi querido?
El silbato anuncia que el partido ha terminado y se oye un griterío.
-Necesito una palabra.
Se pone de pie y me mira. Intuye mi laberinto y mis minotauros; sabe que soy Teseo en medio de este lugar perdido.
-No me ha dicho si le parezco real.
Benítez se acerca con la pelota y los jugadores.
-Jefe –grita y hace un gesto señalando el silbato –terminó sin que ligara ninguna trompada y sin muertos.
Me doy vuelta para mirar a Silvia. Veo nada más que el parque, los edificios, los internos y este bobo que se ha quedado de nuevo solo.















En la carpeta de Surgmont hay un papel escrito con caligrafía de araña, de cuarto diminuto, de encierro.
El cuerpo es nuestra casa, está escrito.
Tiene ventanas por las que mirar al exterior. Algunas muestran lo que vemos pero otras, lo que queremos ver. Se ven horizontes que no se alcanzarán en estas horas. Hay ventanas por las que descubrimos reflejos de cobre sobre un girasol o los fulgores de la plata en las hojas de los álamos. Desde otras vemos sitios de los que la vida se ha escapado aterrorizada, donde cada centímetro es una espina. Hay que huir de Sodoma sin mirar hacia atrás.
Uno tiene que aprender a abrir y a cerrar las ventanas.
Nuestra casa tiene puertas para entrar a lugares comunes: fragmentos de la infancia; espacios de glicinas; de mate, bizcochos y vías del ferrocarril. Hay puertas de rumbos solares, de murmullos, de pasos con significado de océano. Hay recorridos de relámpagos y miedo de reunir al sueño lejos de las fogatas.
Algunas puertas tienen cerraduras con llaves de niebla y ceniza. Hay ámbitos de nuestra casa que son del territorio del pensamiento, de sus ideas ilusorias, de sus dioses falsos. Otros rincones tienen espíritu de fuga, de rapto o de baile alegre.
Hay que sacar el frío afuera de la casa y entregarla.
¿Uno no daría su casa a quien lo ama?



En el momento en que oscurece y las primeras luces aparecen tras las ventanas de los edificios, atravieso el vestíbulo y abro la puerta de mi despacho. Algunas cosas se me caen, tanteo la pared y busco la perilla de la luz.
Silvia estaba sentada en la oscuridad frente a mi escritorio. Me saluda y se pone de pie para ayudarme. Cada movimiento de su cuerpo es de sueño que invade, de recuerdo lento que regresa.
-Está bien, puedo... –levanto mis cosas y las apoyo sobre un sillón y el escritorio –siéntese.
Permanecemos en silencio unos instantes.
-Hace un rato...
-No diga nada, mi querido ¿se va a disculpar? -Alza la túnica, cruza las piernas y el pelo se le sumerge en los hombros -¿De lo que siente? La tarde estaba linda, ellos jugaban al fútbol y nosotros jugábamos.
Me dejo caer sobre el sillón.
-No quiero lastimarlo ¿sabe? Ni ahora ni más adelante.
-¿Por qué?
-Lastimo lo que amo, ojalá usted no significara nada y yo pudiera quererlo, pero se mueve tanto... no quiero que sufra, no por mí.
Se queda en silencio con las manos cruzadas sobre los muslos y no sé que decir.
-Cada uno sabe lo que hace.
-Usted, mi querido.
-Sé hasta dónde quiero llegar.
-Yo no, no conozco mis límites y no quiero lastimarlo ¿Qué derecho tengo?
Le ofrezco la mano pero ni la mira ni se mueve.
-Esta tarde en el parque...
-Éramos cachorros.
-Jugábamos.
Se pone de pie y se acerca al ventanal. Su cuerpo me toca. Miro la noche que cubre el Instituto. Veo el mástil y las luces que balancea el viento.
-Barder...
-Ustedes...
-Nosotros... –sonríe y estira el cuello como una serpiente a punto de atacar –. No lo conoce.
-Sé lo que piensa, sé las cosas que le ha contado a Surgmont.
Me clava la mirada.
-¿Qué le puede haber contado? Nada. Fantasías enfermas del director que necesita justificar sus actos. Nunca lo entendió ni podrá entenderlo.
-¿Qué tendría que haber entendido?
-Había un equilibrio, inestable como cualquiera, pero un equilibrio. Él quiso apartarse, lo previne, pero siguió adelante.
-¿De qué se apartó? ¿Allí empezó la cacería? ¿Qué le pasa?
Hace gestos para luchar contra manos invisibles.
-No, no. Él nos llevó –grita- Él fue... nos obligó, nosotros no queríamos. Nadie quería cazar a nadie –se tapa la cara.
-¿A qué los obligó? –Le tomo los brazos y baja el cara.
Apoya su cabeza en mi hombro y suspira. Le paso una mano por el pelo, le acaricio la nuca.
-Dejáme... esto no está bien.
-Te quiero cuidar. Decíme dónde están, por qué se esconden.
Sin soltarse, se estira hacia atrás y me mira.
-Soltáme. Me tengo que ir.
-¿De que tenés miedo?
La dejo y va hasta la puerta.
-¿De qué tenés miedo?
-De la noche, de las tinieblas; de vos y quién sabe, tal vez de mí.




La muerte, transcribe Surgmont en una página, no es el fin. Así como el calor evapora el agua, el tiempo, de la misma manera, extrae al alma de nuestros cuerpos y se la entrega a los mensajeros. Estos emprenden un largo viaje de paz, durante el cual nos encontraremos para seguir juntos. La palabra morir no existe para nosotros, asegura Barder.









En la oscuridad de la noche y del insomnio, me quedo dormido hasta que unos ruidos me despiertan.
Distingo la cama, la silla con mi ropa y el resto de la habitación. Noto que un haz de luz se filtra por debajo de la puerta. Escucho ruidos de muebles que se corren, de cajones que se abren y de papeles que se revisan.
Pienso en Barder y en Surgmont. Saco el 38 de abajo de la almohada y lo martillo. Se hace silencio y escucho pasos. Me incorporo en la cama y apunto con cuidado. Cualquiera de los dos va a entrar vivo y terminar muerto.
La puerta se abre despacio y la silueta de Silvia se dibuja contra la luz. Su brazo cae al costado del cuerpo mientras avanza.
-No quise despertarte.
Sin dejar de mirarla, apoyo el 38 en el suelo.
-No la vas a necesitar –deja caer su túnica mientras la luz y las sombras descubren su desnudez.
Se lleva un dedo a los labios y sube a la cama. Un haz de luz se abre paso entre la humedad de sus muslos mientras aparta la sábana que me cubre. La dejo trepar y acomodarse encima de mí.
-Hacéme lo que quieras –pide.
Nos besamos y nos recorremos hasta quedar agitados uno encima del otro.
-Mi querido... tuve varios –apoya su cabeza sobre mi pecho y la acaricio- Oigo.
-¿Qué?
-Tuve varios, nunca tuve varios... oigo ruido de mar y palabras, pero no hay nadie.
-Estás loca, Silvia ¿qué dicen las palabras?
-Perdón, piden perdón.
-¿Por qué?
-Por lo que voy a hacer.
-¿A quién?
-A vos, mi querido, el amor es horrible.
Me hace callar mientras los ruidos de la noche aumentan.
Más tarde me despierta la luz que atraviesa la cortina. Sus rayas flotan sobre el polvo de la habitación.
Escucho el canto de los pájaros. Las sábanas que me cubren están estiradas como si hubiera dormido solo y mi mano todavía sostiene el 38.


Hay un papel escrito con letras diminutas y miserables de tinta negra. En circunstancias ordinarias lo hubiera pasado por alto y estaría hecho un bollo en la basura. Surgmont lo guardó. Presiento que es una llave, una moneda mágica, una palabra secreta.
Leo el papel varias veces. Memorizo su contenido hasta casi odiarlo.
Dice:
Doy la vida, la conozco. No es la sucesión de hechos comunes que representa el educarse, llegar al matrimonio, tener descendencia, trabajar y morir. Quien obra así se condena, por su ceguera, a la infelicidad. Deben abandonar toda angustia y entregarse. Nadie tendrá más vida que la que yo le dé. Sé el camino que conduce al paraíso. Tengo el único mapa para llegar.
Necesito entrar en el paraíso. Tengo que conseguir ese mapa aún a costa de mis alas.
















Odio las tormentas. Una se instala con terquedad y a poca altura, encima del Instituto. Después de amenazar con relámpagos, truenos y olor a agua, descarga baldazos que golpean los techos y resbalan por las ventanas. El viento desarma árboles y sobreviene una noche de lluvia y barro.
Cansado de leer y sin encontrar pistas cierro la carpeta de Surgmont. Noto que mis manos que lloran y tiemblan como chicos que uno castiga, mojaron las tapas. Estiro los dedos pero no los gobierno. Se mueven sin orden u objetivo. Cada día que pasa pierdo más el control, como si alguien hubiera tomado posesión de mis huesos, mi cabeza y hubiera decidido asignarles otro destino. No el que me estaba designado, otro. El corazón me golpea las costillas como si tratara de hacer un boquete para escapar.
En estas noches en que me siento un inválido, quisiera estar con Silvia, pero no tengo la menor idea de dónde encontrarla.
El resplandor de la tormenta ilumina el mástil y oigo retumbos prolongados. Cierro los puños con fuerza, me levanto, rodeo el escritorio y salgo al vestíbulo. Los relámpagos iluminan los retratos de los directores. Abro la puerta y una ráfaga me empuja y mete hojas. Los faroles bailan locos bajo la música de la tormenta. Los charcos se llenan de globos. La bandera del mástil, que la lluvia impidió que fuera bajada, por momentos cuelga como ahorcado para enseguida hincharse como un cadáver putrefacto.
Me empapo el guardapolvo y los zapatos. El pelo se me pega contra la cabeza. Cruzo el parque.
-Surgmont –llamo.
Sigo en dirección al huerto. Toda el agua del cielo me corre el cuerpo.
-Barder –grito.
Paso cerca del pabellón de mujeres, la cocina, el lavadero. Me interno en el monte.
-La puta que los parió –grito.
Odio las tormentas.







El hombre de sombrero aludo y traje a rayas está parado sobre el techo del pabellón. Desde allí nos observa. Silvia tiene su cara dividida en planos como en un Picasso. El plano de sus ojos observa al hombre mientras el plano de su boca me sonríe. Todo está en silencio. El hombre abre los brazos en cruz y se lanza al vacío. El plano de la boca de Silvia está abierto, sin asombro, en dirección a él, mientras el plano de sus ojos me mira triste. Las garras deformes se apoyan en el aire y el hombre vuela. Cruza el perímetro del Instituto, se eleva y se transforma en algo pequeño y oscuro contra el cielo.
Silvia hace un gesto de resignación. Me pide disculpas, se le hace tarde, tiene que irse. Intento detenerla pero me clava las uñas de su garra en el brazo.
-No quiero lastimarlo, jefe –me despierta Benítez de un sacudón –La comida estaba rica ¿no? Y una siesta siempre viene bien.
-¿Qué hora es? –miro hacia los costados buscando mi reloj.
-No sé, media tarde.
Me enderezo en la cama mientras los restos del sueño se desvanecen.
-¿Empezamos? -Benítez parece emocionado.
-¿A hacer qué?
-A revisar internos.
-Ah, sí... vaya a buscarlos mientras me levanto.
Al salir se lleva por delante un perchero. Oigo cómo atraviesa el pasillo y cierra la puerta trasera. Me visto y voy al despacho. Me acomodo frente al escritorio. Silvia golpea en la puerta y se asoma.
-¿Molesto?
Me alivia no ver un Picasso en su cara ni garras en sus manos. Le hago señas para que entre. Se acerca y se estira para tocar mi mejilla.
-Mi querido –se sienta y cruza las piernas.
Dejo la lapicera y me refriego los párpados.
-Está cansado.
-Tuve un sueño espantoso. Soñé con usted...
-Tan malo no puede haber sido.
-Sí, estoy cansado, hay muchos internos, estamos solos.
-Siempre estamos solos –dice sin apartar la mirada de mi boca.
-Hablo de Benítez, de mí, del Instituto...
-No hay nadie más que nosotros –continúa mirando mi boca como si esperara la salida de algo insólito, un insecto, por ejemplo.
Juego con mi lapicera sobre el escritorio.
-Tendría que tomarse unas largas vacaciones.
-No avanzo, nada. Estoy igual que el primer día ¿Porqué Surgmont dejó de informar sus actividades al Ministerio? ¿Dónde están escondidos?
Me mira con ternura. Cruza sus brazos y se sacude el pelo como si se desprendiera de algo que la molestara. Luego se acerca y me toca la cara. Cuando se aleja se examina la yema de los dedos.
-Necesito ayuda.
-Hay buenos médicos -sonríe con satisfacción, como si mi desaliento le provocara placer.
Del otro lado de la ventana, cerca del mástil, un interno corre con los brazos extendidos en un vuelo de cabotaje. Benítez va a aparecer de un momento a otro.
-¿No lo ayudo? Las noches tiene una cuota de sensualidad que no hay en otra parte.
Me paro, rodeo el escritorio y me apoyo en sus hombros.
-Tengo que encontrar a Surgmont. No duermo, no descanso, no como.
-No lo nombre. Es malo, no lo era pero cambió. Al principio era como usted.
Tiene la cabeza abandonada sobre mi mano y su pelo me toca.
-Cuando llegó –sigue -, puso su vida en esto ¿me entiende? estaba dispuesto a todo, se amargaba por lo que no salía como quería ¿Tiene idea del grado de abandono al que una persona puede llegar? –Señala al interno que sigue volando su cielo por el parque –Usted no tocó fondo. Surgmont se internó en su infierno pero perdió el mapa y no pudo salir. Mi infierno gira y créame, es difícil permanecer de pie. El equilibrio se pierde con facilidad –se encoge de hombros y me mira –y no es fácil recuperarlo ¿Y su infierno? Tal vez sea el salón comedor del hotel de una playa francesa ¿quién sabe?
Benítez va a entrar en cualquier momento.
-Surgmont quiso borrar los logros de los directores anteriores –sigue –, un antes y un después. Vanidad, mi querido, la vanidad mueve al mundo. La de él lo llevó a enfrentarse con nosotros.
-¿Con quiénes?
Silvia se ríe.
-Es tan inocente, por Dios, tan ciego. Este lugar tiene un corazón. Puede ser que alguien opine que necesita un transplante, pero este lugar es nuestro y vamos a hacer lo que sea por mantenerlo vivo.
-¿Quiénes?
Me rodea, me abraza y me susurra:
-Todos somos Aquiles, mi querido. El dinero, el sexo, el poder. Surgmont tuvo su talón.
La sujeto del brazo.
-¿Cuál?
-Me duele.
La suelto pero espero una respuesta.
-La naturaleza humana, la parte que no es dios.
No entiendo y el tiempo se acaba. Benítez, con su cara de nada, va a atravesar la puerta y acá estamos.
-¿Qué pasó? ¿Qué hizo Surgmont en el infierno? ¿Porqué perdió el mapa?
-Entramos juntos, hicimos una parte del camino pero no aguantó.
-¿Qué no aguantó?
-Seguir, volver ¿quién sabe? Hizo cosas terribles –va hacia el ventanal restregándose los brazos –Hace frío.
-¿Qué hizo?
-No puedo hablar de eso, no me lo pida.
Me acerco a ella.
-¿Y Barder?
-Lo aman –señala los pabellones –Evitó que hiciera sufrir a muchos. Les dio el taller, la música, algo en que creer, fe.
El escenario más allá de la ventana, con el camino de entrada y las garitas, parece irreal. Silvia me toca con su cuerpo y me mira.
-¿No se caerá de esto que gira, no?
Niego con la cabeza.
-¿Y después? ¿que pasó?
-El bien de todos no puede perjudicarse por el beneficio de pocos. Se discutió y se decidió que saliera del infierno sin el mapa. Tuve que optar.
-Por eso que están escondidos –voy hasta la puerta a espiar el corredor y vuelvo -pero era el director, si hubiese querido...
-Pero no quiso, eligió quedarse y se convirtió en lo que es.
-Si hubiera informado al Ministerio...
-No entiende, mi querido, era tarde, no podía encontrar la salida de su laberinto. La política no tiene nada que ver con la realidad. La intervención del Ministerio solo hubiera empeorado las cosas. Él se internó en su mundo aún más.
-Por eso las cartas fueron indescifrables; por eso dejó de informar...
-Porque donde estaba lo humano ya no existía.
-¿Qué quiere decir?
-Estrictamente eso.
-Y ustedes ¿qué hicieron?
-Lo que pudimos ¿alguien le hubiera prestado atención a unos locos?
-Podrían haber ido a buscar al comisario, llamar a la Capital...
-¿Salir de acá? era una cacería e hicimos lo que creíamos correcto.
-¿Qué?
-Seguir con vida. Él había tomado su decisión, nosotros debíamos defendernos.
-Por eso están escondidos. Es una lucha a muerte.
Me mira con ternura.
-No hay juez ni tribunales, no estamos afuera ¿sabe? Él es un monstruo.
-Ustedes también –la tomo de las muñecas y la sacudo -¿quién va a ser el próximo, eh? ¿Benítez? ¿por analfabeto? ¿por feo? ¿yo? ¿por no estar de acuerdo con ustedes?
Silvia se ríe.
-¿Benítez? Si tiene el cerebro de un chico...
Nos interrumpe el ruido de la puerta trasera que se abre.
-Dale que el director no espera, apuráte –se oye la voz del enfermero.
Nos miramos.
-Tal vez elija besar la mano que lo encadena, mi querido –se suelta y cruza el despacho hacia mi dormitorio.
-¿Cuál?
-La suya, mi querido -dice y se va.







Mis días no son una temporada en el Grand Hotel de Balbec, son una temporada junto a Rimbaud.
El insomnio me tira sobre el parque con el corazón hecho pedazos, las manos imposibles de secar y con temblores de viejo. El transcurso de las horas me voltea y me quedo dormido en los lugares más insólitos. Sueño o deliro o ambas cosas. Hoy vi pasar un par de internos con ojos en las manos. Los comían con placer mientras conversaban de lo rica que les había resultado una esquizofrénica. No sé hasta dónde va a llegar esta locura ni sé si voy a poder acompañarla.
Silvia me cura. La necesito como una droga.
No creo que el revólver que llevo pueda salvarme de la emboscada. Es obvio que Surgmont no quiere atraparme dormido. Ya lo hubiera hecho. Es perverso. Espera que mi cuerpo me traicione, me venda y me entregue a la locura. Convertido en un interno más, habré perdido mi identidad. El Ministerio tendrá que mandar otra persona y otra y otra. Desearía que Surgmont cambiase de idea y me matara en el sueño. Prefiero eso.
¿Y Barder? ¿Qué espera para hacerse ver, para avanzar, en pleno día, con el cadáver de Surgmont en sus brazos?
Los dos saben cada movimiento que hago y cada orden que doy.

El día fluye tenso, lleno de ruidos breves y detalles sutiles.

El tiempo es una convención, transcribió Surgmont de las palabras de Barder, y el miedo no sirve para hacer útil ninguna existencia. Tiempo y espacio son lo mismo. Como si estuviéramos sobre un tablero de ajedrez, tarde o temprano, nos encontraremos.

Si es cierto, en definitiva, debiera sentarme en el sillón del despacho a la espera de que vengan por mi. Espera que no es más que estar listo para asistir a la rotura de mis ventanas, a que invadan mi mundo.

Les pregunto a los internos cómo es Barder. A Tute, con quien algunas tardes juego a las damas. Dice pocas cosas. Me describe su vestimenta que ya conozco o sus garras. Le pido que me hable de su cara. Dice que nunca la ha visto, que el sombrero lo tapa y atraviesa el tablero con su reina comiendo todas mis fichas.
Hablo con Sombra. Me acompaña de vez en cuando en mis recorridas. Dice que es alto y de contextura recia. Pero tengo informes de que es delgado como un junco. Si lo presiono lo describe menudo y asqueroso como una araña.
Me harto de descripciones fantásticas y voy hasta la habitación del pabellón de hombres. Abro el ropero y acaricio la tela de sus trajes o reviso los bolsillos. Estudio la suela de sus zapatos. Sólo tienen barro o tierra.
Me detengo junto al mástil e interrogo a los internos que pasan. La mayoría padece de una sordera repentina y me ignora. Los que me contestan dicen que no lo han visto, que busque en el huerto o en el tanque australiano. A Barder le gustan los cultivos, hace experimentos con abono y también le gusta nadar. En el huerto lo único que hay es una bandada de pájaros gritones y un par de hortalizas secas. El tanque australiano está vacío. Cuando oigo los gritos de los internos que juegan al fútbol, me acerco disfrazado con pantalones cortos, remera y zapatillas. Pregunto de qué juega, si de diez, si es delantero o arquero. Dicen que depende del humor que tenga. Les digo que soy el árbitro y que los voy a expulsar, que más vale que me den una respuesta. Ponen cara de idiotas. Recuerdan que durante el último partido, salió del campo en camilla por una lesión de ligamentos. Podría estar en la enfermería.
A cualquier hora de la noche irrumpo en la oscuridad de su habitación. Alumbro con la linterna variaciones mínimas en la posición de la ropa de cama, en las cosas sobre la mesa de luz o en la ropa del ropero.
Recurro a esquemas que los internos dibujan de él. Pido rasgos de su cara, de sus ojos o de cualquier cosa que les haya llamado la atención. Coinciden en dibujar garras deformes pero no hay dos esquemas parecidos. Varían los colores, el corte y la forma del pelo, el vacío de sus ojos, el tamaño de la boca y los labios. Muchos bosquejos son de Grand calidad artística y muestran a Barder en distintas actitudes: camina con las garras muertas al costado del cuerpo; va al frente de una multitud que lo sigue; predica ante miradas de éxtasis; aparece rodeado de velas; cocinando; con un cuchillo que gotea sangre sobre su garra. También aparece trepando una escalera, jugando al fútbol, paseando por el parque, fabricando instrumentos. Siempre está con el mismo traje y el mismo sombrero.
Los internos creen que los salvará de Surgmont.
¿Cuándo hace todas estas cosas que no puedo ver?
Reúno internos para hacer terapia de grupo y juego de roles. El que es Barder habla incoherencias mientras los restantes lo miran hipnotizados. Puede caminar en círculos y señalar a uno del grupo para que el resto lo aprenda y lo sofoque durante el tiempo que tardo en separarlos ¿Qué significa eso? ¿Barder mata internos? Si los matase no lo amarían.
Busco lógica donde no hay códigos ni claves.
Sigo sin poder ordenar el fichero. Para saber cuánta gente está internada conmigo en este lugar del planeta le ordeno a Benítez que reúna a todo el mundo en la cancha. Nunca logramos ser muchos. Apenas llega uno, otro se va. Desisto de este tipo de reuniones y fantaseo con la idea de organizar una fiesta de disfraces con la obligatoriedad de concurrir de traje y sombrero.
Sigo con mis andanzas nocturnas dentro del perímetro del Instituto a la espera de poder usar el 38. Eso me permitiría resolver esta situación de una manera rápida y eficaz. Trato de hacer el menor ruido posible. Me llegan susurros y voces pero no veo nada. Los pabellones que por la mañana lucen ordenados, en medio de la oscuridad, son parte de una escena de aquelarre. Las velas van por el aire como si nadie las sostuviera; hay bultos que se dispersan con ruidos de sábanas; veo sombras que duermen unas sobre otras.
El ambiente de la enfermería está siempre solitario y la cocina y el comedor, impecables.
El sueño me derrota en lugares donde me escondo a esperar lo que deba suceder. Me despierto con un interno, a modo de inútil edecán, durmiendo sobre mi hombro. Me levanto con dolor en los músculos, en los huesos y hasta en la piel. No estoy para estas cosas.
Tengo la seguridad de ser la presa que están cazando. Son inteligentes: esperan que me equivoque, que me distraiga o que me canse. Entonces me atraparán con facilidad.
No les doy el gusto: ideo trampas y cebos. Instalo un dispositivo que, por medio de una luz roja que se enciende en mi despacho, indica el momento en que se abre la puerta del ropero de Barder. Las horas pasan y la lámpara permanece apagada. Salgo un momento y al volver, parpadea sin parar. Atravieso el corredor, el parque y el pabellón de hombres hasta la habitación vacía. La puerta del ropero, gracias a un elástico y a un resorte colocados de manera ingeniosa, se abre y se cierra sin parar.
Igual que un náufrago que tira al mar una botella con un mensaje en su interior, dejo notas para Surgmont sobre mi escritorio. También dejo notas dentro de los zapatos de Barder. Les ordeno abandonar cualquier hostilidad y salir con banderas blancas. Necesito ayuda, colaboración.
Le escribo a Surgmont que sólo con él podría resolver la situación del Instituto. Su apoyo determinaría que usara todas mis influencias, que no son pocas, para que quede libre de culpa y cargo.
Le escribo a Barder acerca de sus posibilidades como herramienta terapéutica. Juntos seríamos capaces de curaciones espectaculares y de liderar una revolución en el campo de la psiquiatría.
Hablo en esas notas de la posibilidad de conseguir que el gobierno aumente las partidas para el Instituto y con ese dinero traer artistas, programar conferencias, hacer viajes de turismo.
La desesperación me hace prometer idioteces.
No consigo nada. Mis notas desgraciadas aparecen dobladas en cuatro, como las dejé, sobre mi cama o dentro de los trajes de Barder.
Una tarde queda sobre mi escritorio el complejo polinumeral de Höeffster. Salgo un instante y al regresar lo encuentro resuelto. Hay un par de hojas escritas con la caligrafía de araña: están el planteo, la demostración y las conclusiones. Me deja atónito: la hipótesis tiene la genialidad de lo sencillo. Está resuelto con lucidez implacable. Cualquiera hubiera tardado meses o años para resolverlo ¿Quién lo hizo?
Olvido fichas de los internos con impresiones clínicas y síntomas. Con la misma caligrafía hallo diagnósticos precisos que consulto en los tratados médicos. Son exactos.

Para despejar mi cerebro de ideas suicidas, de sueños perversos o de fantasías con Silvia, me paso horas desarmando el motor, limpiando bujías, arreglando cables. Dejo todo tirado para buscar una herramienta que quedó en alguna parte del galpón. Me demoro en ese lugar lleno de tierra, óxido, ratas y telas de araña. Cuando regreso el capot está cerrado. Lo abro y encuentro cada pieza en el sitio que corresponde. No hay trapos ni manchas que no sean las mías y no hay huellas. Miro hacia todas partes, giro y giro. Recuerdo palabras de Silvia. No es fácil estar de pie sobre algo que da vueltas.
Se ha vuelto costumbre que encuentre en mi despacho las cosas dispuestas de una manera diferente. Da lo mismo que haya salido un minuto o un año. Surgmont escribió que tiempo y distancia no existen para Barder.
La distancia es una ilusión, copio de la carpeta, puedo manejar tiempo y espacio: esto aún no ha sucedido.

Soy algo que odio, una víctima.

Achaco mis desgracias a Surgmont o a Barder. Ubicando al enemigo afuera, me doy pena a mi mismo. El monstruo lo tengo adentro. Soy el único responsable de la vida que llevo.
Ahora, hoy, puedo abandonar todo. De igual manera que el viejo enfermero de Surgmont, podría brindar a la salud de estos dos dementes que creen que manejan mi vida e irme. No obstante me quedo.

Sufro el desgaste de este cuerpo que cada día que pasa se va haciendo transparente.
Tengo demasiadas cosas en la cabeza: Silvia, Barder, Surgmont, Benítez ¿Cómo obtener respuestas razonables de este montón de locos?










La vida es algo que gira, que nos hace perder el equilibrio. Para no caer inventamos cosas que nos sostengan, que nos afirmen, que nos den la sensación de poder ganarle. Dar de alta a un paciente es como hacerle un corte de mangas a la muerte.
Hoy perdí un poco de equilibrio. Descubrí que el camino del Instituto tiene un sólo sentido.
Los últimos tiempos trabajé la idea de tratar algunos pacientes de manera ambulatoria y darlos de alta. Busqué en el desorden del fichero alguno cuya patología fuera adecuada para este tipo de terapia. Revisé a los pocos que reunían las condiciones que necesitaba y elegí a uno. Trabajamos juntos sobre su enfermedad; salir y empezar una vida nueva; planear un futuro. Entendió los problemas que iba a enfrentar para conseguir trabajo. No le conté que la gente mira con desconfianza a los que salen; creen que quedan girando en las órbitas del Instituto. Tampoco le dije que los consideran un espejo deforme de lo que cualquiera puede llegar a ser. Le expliqué que sería un proceso lento, una cuestión de paciencia y coraje.
El primer paso lo iba a dar en el pueblo. Allí podía ocuparse en alguna tarea manual. Pasada esa prueba, llegaría el turno de ir a la ciudad.
Esta mañana fui a buscarlo al pabellón. Lo esperé mientras preparó su pequeño bolso donde puso una camisa, un viejo calzoncillo y un peine. Se despidió de los demás con lenta ceremonia. Le pedí que me dejara llevar su bolso y le mostré la salida. Cruzamos el parque, rodeamos el mástil y anduvimos en silencio hasta la puerta. Habíamos convenido que ni Benítez ni yo lo llevaríamos al pueblo. Trasponer la puerta era el comienzo de la vida. Lo abracé, le deseé suerte y volví. Desde mi despacho lo vi lejos y pequeño.
Pasé una buena parte del tiempo en la enfermería ocupado en pesar fármacos, preparar sellos, embotellar desinfectantes y revisar jeringas y émbolos. Después mandé a Benítez a la cocina a supervisar la preparación del almuerzo. Por primera vez, me senté a comer con los internos. El olor a remedio me había intoxicado un poco. Casi no probé bocado. Sin embargo Benítez se rió e hizo gestos de que me iba a poner gordo.
A la hora de la siesta y antes de entrar en mi despacho, caminé hasta el mástil. Desde allí vi que mi paciente, con el bolso en la mano y la vista sobre el camino, todavía estaba en la entrada. No pude evitar dormir una siesta. De ella salí agitado por una pesadilla en la que era una mantis religiosa que devoraba trozos sangrantes de mi muchacho.
Volví a confirmar, desde mi ventana, que seguía inmóvil entre las garitas.
Fui al huerto para ayudar en alguna tarea y me crucé con Silvia que me ignoró. Pasó de largo con su modo de flotar como gaviota. Me cansé de lastimarme las manos con las hortalizas y volví al escritorio a tomar unos mates. Él seguía en la puerta.
Lo fui a buscar. No dijo nada pero su mirada se confesó. Volvimos en silencio al pabellón.
Entendí, como un presagio, que el camino del Instituto tiene un sólo sentido: el de entrada.















Tercera Parte













Hay noches en que no recorro el Instituto y no trato de encontrar a Surgmont o a Barder. En esas noches me acuesto con el 38 en la mano, apago la luz y espero. Se que van a empezar los ruidos, que va a crujir la madera de los cajones, que los pasos van a llenar el escritorio hasta parar frente a mi puerta. Sé que va a aparecer Silvia con las alas desplegadas y el aguijón escondido. Sé que beberá de mi sangre y agitará mi respiración. Sé que la luz del día me va a despertar entre sábanas tersas, con el inútil 38 contra el pecho, a la espera del destino de sus balas.
En esas noches, nada importa.




El cuerpo es sólo un medio, dice Surgmont que dijo Barder, es el transporte del espíritu, su morada. Nadie es más libre que aquel que lo da todo; que aquel que se libera de la esclavitud de lo material. Nadie es más libre que aquel que no tiene pertenencias ni se arroga derechos. No hay ser más dueño de un lugar en el paraíso que el que se entrega, que el que se da. Esto es mi cuerpo, dice que dijo Barder.
Dice que lo partió, que lo bendijo y lo dio.
Surgmont le preguntó a Barder qué era lo que quería significar.
Que necesitaba calmar el hambre, dijo Barder.



Mi despacho tiene este ventanal idéntico al del salón comedor del Grand Hotel de Balbec, en Normandía. Veo el mástil, el camino de la entrada con sus filas de eucaliptos, las garitas boyantes de la arcada y un arco de la cancha de fútbol.
Veo a través de él y advierto cosas horribles.
Advierto que Silvia me transforma. Su veneno dentro de mi sangre me altera el corazón. Pienso en evitarla pero cada vez que lo hago, la encuentro. Trato de mantener distancia, de evitar su influencia, pero me pierdo como un capitán con su barco en un mar que no figura en los mapas.
Hay noches de ese mar sin astrolabios en que me olvido sobre ella como un náufrago sobre una balsa.
Voy a la deriva sobre su cintura, en la profundidad de sus muslos. Me despierto entre restos de perfume, con perplejidad de sábanas tersas.
Tengo claro los motivos por los que está internada pero no puedo ser objetivo. No consigo ver las cosas desde la perspectiva que debiera. Si no hago algo por cambiar el rumbo, voy a terminar con el caparazón roto.
Advierto que mi tiempo dentro del instituto está llegando a su fin. Todo en la vida tiene un ciclo; todo nace, vive y termina.
Surgmont y Barder esperan. Siento en el aire el ruido de sus respiraciones y el rechinar de sus dientes. Promedia este juego en el que andamos pero ellos parecen esperar un momento en particular ¿Cuál? ¿por qué?
Conozco de Barder el color de los trajes y de los sombreros que usa, el número de los zapatos que calza, el talle de sus sacos y el largo de sus pantalones. Revisé las hojas de sus libros de Entomología, de Freud, los poemas de Hesmor Rivera, los pasajes subrayados dentro de sus biblias y en el Kama Gita. Memoricé los poemas incompletos de D. Resnich que repito como plegarias o conjuros.
Todo lo que hago me aleja de él. Su habitación es la de un hijo muerto cuyos padres no quieren tocar las cosas.
Con paciencia de arqueólogo descubro cambios sutiles, detalles que salen a la luz: una pelusa nueva sobre la cama o variaciones milimétricas entre los libros. Construyo su imagen basándome en lo que los pacientes refieren, en las escenas que interpretan o a través de las notas de Surgmont.
Aparece una personalidad única, compleja, intrincada. Me cuesta encuadrar sus características dentro de lo que conozco como enfermedad mental. Nada sugiere rasgos neuróticos, obsesiones o fobias. Mi diagnóstico es de un delirio paranoide con rasgos mitómanos. Es un ser en extremo inteligente. En ocasiones las cosas que escucho acerca de él, se me aparecen como un rompecabezas.
Advierto que Surgmont me intriga cada día más ¿cuáles son los motivos de su conducta? ¿Qué interés podría tener un viejo y prestigioso psiquiatra en adoptar una actitud así? ¿Qué es lo que tengo que saber? ¿Qué es lo que no veo de este lugar? ¿Qué cosas no entiendo?
Me siento un bobo diplomado en no saber qué se ha hecho de él. No lo han visto partir. Insisten en que está en alguna parte de este lugar. Podría estar muerto y comido por gusanos y no me enteraría. Mis rondas diurnas y aquellas inciertas que hago por la noche no me han permitido encontrar su cueva ¿Dónde come? ¿Dónde duerme? ¿Cuando va a entrar por la puerta de mi despacho con el cadáver de Barder entre las patas? ¿Cuándo va a entrar en mi habitación para mostrarme su cara? Surgmont, Barder y yo damos vueltas como un perro que persigue su propia cola.
Cuando le pregunto a los pacientes acerca de Surgmont, en sus caras aparece una sombra de dolor. Se descolocan, transpiran como si hiciera cuarenta grados y dicen más incoherencias que de costumbre. El solo nombrarlo desencadena sentimientos malignos. Pareciera que hablar de él hace aflorar lo peor de cada uno. Me niego a seguir con mis preguntas porque intuyo que todos saben algo que para mi es oscuro.
Advierto que Benítez, a pesar de ser un cachorro torpe y baboso, es una compañía. En ocasiones su servilismo me revuelve pero sin él no me podría manejar. Cocina, limpia, va al pueblo a hacer las compras, ayuda en las labores musicales o en lo artesanal, ordena la enfermería y baña a los pacientes. Mete bajo el agua a internos e internas. Si se aprovecha de alguna no me importa. No puedo estar solo. Hay internos que lo llaman doctor. Él lo oye, se hincha de orgullo y camina marcial. Le he repetido hasta cansarme que quiero orden en los pabellones. Contesta que lo va a resolver pero no hay caso. Se esmera en las tares de la huerta, en la preparación de la comida o cuando hace de árbitro o juez de línea. Sin embargo Silvia tiene razón: tiene el cerebro de un chico.
Advierto que el fichero tiene vida propia. Benítez trae pacientes que desconozco ¿de dónde salen? Asegura que llevan años en el Instituto, que tengo que prestar atención. Las fichas que hago se pierden. ¿adónde van a parar? ¿Quién toca el fichero y por qué?
Advierto que el día es un espectáculo continuado. Desde que me levanto hasta que me acuesto todo pasa rápido, nada se detiene. Confundo la penumbra del amanecer con la del ocaso. No recibo correo salvo el aviso mensual del banco del pueblo que me notifica que el Ministerio ha depositado los fondos. Les escribí. No contestaron mis cartas ni mis telegramas y nadie vino. Ya no escribo; mi letra se ha vuelto ilegible. Los teléfonos no andan pero se me ocurre que es obra de mis enemigos.
La gente del pueblo nos tiene miedo. Para ellos este lugar no existe, no figura en los mapas. Cuando voy a comprar algo que hace falta, me ignoran o dan vuelta la cara para no saludarme. De vez en cuando me detengo para hablar un rato con el comisario. Si hablo del Instituto, su mirada se opaca, muestra desinterés y explica que estoy bajo jurisdicción federal; que su comisaría depende de la provincia.
Mi despacho tiene este ventanal desde donde veo un montón de cosas que no tengo ganas de mirar. Por encima de todo, me veo en el salón comedor del Grand Hotel, a la espera de que se rompan los vidrios.













El insomnio se distrae, deja de perseguirme y duermo unas horas. Estoy en el salón comedor del Grand Hotel cenando con Benítez. Silvia, con las alas plegadas detrás del caparazón, rompe los ventanales y entra para arrojarse sobre mi cuello.
Los primeros fríos me despiertan con la idea de que hay algo que sucede delante de mi nariz, algo que todos saben.
Salgo de la cama, me lavo la cara y voy a dar una vuelta por el parque. El aire fresco y el rocío me ponen la piel de gallina. El Instituto es un dragón que duerme su sueño de oro. Merodeo por los pabellones, entre los eucaliptos del bosque del fondo, los tanques de agua y el puñado de estrellas que se animan a enfrentar al sol.
En vez de avanzar, retrocedo.
El motivo por el que están escondidos está frente a mis ojos, bajo un orden que no sé. ¿Qué hizo Surgmont en su infierno? ¿perdió el mapa o no quiso regresar? ¿qué métodos terapéuticos usó? ¿Cómo se defendieron Barder y Silvia?
Camino bajo el sol que asoma y pienso que Surgmont lleva las de perder: el Instituto está bajo la batuta de Barder. Los internos, el abismo de los pabellones, la actividad en la cocina y el taller, los partidos de fútbol, los trabajos en la huerta, los almuerzos y la cenas, los sueños, el misterio de su cuarto. Todo forma parte de su orquesta y se mueve de acuerdo al ritmo que él impone. Silvia no es la única que desprecia a Surgmont. Cualquier interno, si lo encontrara, lo ahorcaría con sus manos. Benítez, inconscientemente, intuye la verdad. Es una parte sólida del instituto, como si fuera un pabellón o la cancha de fútbol. Está mimetizado con los pacientes y sabe quiénes son y cómo piensan. Conoció a Surgmont y tiene motivos para cuidarse de él. Sabe que cuanto más sonso se muestre conmigo, menos peligro va a correr.
Camino sobre el escenario del parque y sé que soy el único amenazado. Me tendré que cuidar. El momento en que junte las piezas del rompecabezas, descubra el enigma o encuentre la clave, será el último. Me salva no saber la verdad ¿por cuánto tiempo?

La brisa entre los árboles se altera por una sombra que pasa cerca de los edificios y el tanque de agua. Reconozco el traje y el sombrero. Lo tapan las ramas de los eucaliptos.
-Barder...
Salto por encima de bancos, arbustos y piedras. La sombra trepa hacia la cima del tanque de agua. Llego al pie de la escalera, miro hacia arriba pero no lo veo.
-Barder.
Trepo con el corazón y los pulmones que se mueven como gatos dentro de una bolsa.
-No tiene escapatoria.
Cruje la escalera de metal. El tanque es alto y el círculo brillante de estaño resalta contra el amarillo azul del cielo. No tiene salida.
Trepo los últimos escalones sin esfuerzo, llevado por la voluntad de terminar. Me sostengo del borde y una garra aparece con un trapo que se acerca a mi cara. La otra me toma de la nuca. Todo se pone blanco, pierdo noción, no recuerdo más.
















El muchacho asmático se recupera con dificultad de un ataque y me señala hacia afuera del ventanal del salón comedor del Grand Hotel. Hay mujeres que se dejan gozar, dice, pero hay otras tan feas y malas que habría que mantenerlas lejos con un palo. Detrás del ventanal está Benítez.
Abro los ojos y me molesta el sol que tengo justo encima. Las nubes pasan lentas y blandas. Siento amarga la boca y el cuerpo pesado como un baúl lleno de cosas viejas.
Tengo un esquema de Barder trepando por la escalera del tanque y yo subiendo detrás de él. Veo el bosquejo de las garras con un trapo y el olor del cloroformo. Los párpados me pesan como durmientes. Cierro los ojos y me dejo entibiar por el sol. Abajo se oyen los ruidos familiares del ir y venir de los internos, las puertas de los pabellones que se golpean, las notas de algunos de los instrumentos. Trato de levantarme pero todo gira como si estuviera sobre una calesita. Me dejo caer como un muñeco. Espero unos minutos y abro los ojos. Veo mal y tardo en poner las cosas en foco. Tomo fuerzas y apoyándome en un codo, me pongo de rodillas, me paro y camino hasta la pared circular. Toda la superficie del tanque, con forma de copa, tendrá unos siete metros de diámetro. El reservorio de agua está bajo mis pies. No veo puertas ni aberturas salvo algunas cubiertas con rejillas. Oigo la voz de Benítez que llama a alguien. El piso tiene manchas blancas y rojas. Se disponen con cierta lógica. Me acerco y las toco. Voy hacia la escalera mientras intuyo para qué usan este lugar. ¿Porqué me lo mostró? ¿Porqué no me mató? Nadie me hubiera descubierto.
Me dejó con vida porque me considera útil ¿Para qué? ¿Espera que justifique su cacería? ¿que descubra el mapa que nos permita salir a todos de este infierno? Me durmió para que no lo mirase, pero para que yo también formase parte de este círculo y de sus símbolos.
Barder juega. Soy la comida que le sirven en el salón comedor del Grand Hotel mientras afuera los internos pelean por entrar.
Trepo hasta el borde y miro hacia abajo: los edificios blancos de techos rojos, las hileras de árboles, los parques, el mástil, el camino de entrada y las garitas.
Los internos deambulan hacia ninguna parte sin propósito. No saben que existen; son estatuas de sal condenadas por haber visto algo que no debían.
Bajar resulta más difícil de lo que imaginé.
Camino por el parque y pienso que la situación ha llegado al extremo. Voy a recoger mis cosas e irme. Voy a hacer lo que Surgmont debía haber hecho antes de destruirse: presentar la renuncia, olvidar todo y dejar el Instituto en manos de Barder y los suyos.
Es tarde para todo.
Ya no sé cómo salir de este salón comedor.





A punto de entrar en el edificio principal me encuentro con Benítez.
-Estuvo arreglando el auto –dice al ver la suciedad de mi ropa -, me hubiera avisado y le daba una mano.
-Algo no funciona –contesto mientras me sacudo la mugre.
-Vaya a lavarse un poco, jefe. Debe tener hambre –y parte rumbo a la cocina.
Entro y voy derecho a tomar una ducha bien caliente. Luego me visto y me dejo caer sobre el sillón del despacho. Me duele todo y es verdad que tengo hambre.
Benítez aparece con la comida. Deja el plato y se va. Mejor, no tengo ganas de hablar. Después de comer me agarra un sopor que me lleva a dormir la siesta.
Estoy solo en el salón comedor del Grand Hotel. Mas allá de los ventanales no hay insectos. Oigo gritos de dolor y arias de ópera. Despierto cuando es de noche.














Después de leer algunas notas de la carpeta de Surgmont, me paro para estirarme. Mientras miro el lomo de un libro de la biblioteca, oigo la puerta que se abre.
La luz se apaga. O Benítez con su torpeza tocó el interruptor o saltaron los tapones.
La luminosidad que viene de afuera me hace ver el brillo del caño de un revólver. Siento un alivio profundo. Me muevo despacio hacia el sillón bajo el arma que sigue cada movimiento.
-Buenas noches.
Su voz tiene un color inusual, es grave, cavernosa. Lamento no poder ver las garras de las que tanto hablaron. Un guante oculta la que empuña el arma, el otro está detrás de la espalda. Viste uno de los trajes a rayas y la sombra del ala del chambergo le tapa la cara.
-¿Puedo? –hago ademán de sentarme.
-Naturalmente –hace una pausa -, le aclaro que su arma está descargada –el guante de atrás de su espalda aparece en escena y muestra seis balas.
Lo miro fascinado como un entomólogo que descubre un nuevo insecto. Su estatura es mediana y tiene hombros anchos o lo parece. Aparta una silla para sentarse.
-Es necesario que tengamos unas palabras finales.
-Le sirvo mejor vivo.
Ya no importa lo que pase. Voy a abandonar los esquemas, conseguir el mapa y saber las reglas de este juego.
-Habrá pensado que lo quería evitar –dice - tenemos poco en común y mucho para discutir.
Me parece que entro en un sueño con Barder delante de mi, su arma apuntándome, el Instituto, Silvia, Benítez, los días desde mi arribo, las búsquedas nocturnas, las pesadillas, la cantidad de preguntas sin respuestas, los hechos enigmáticos sin explicaciones, páginas y páginas de la carpeta de Surgmont.
-Habrá leído esas notas –dice.
Hago una mueca.
-Nada me es ajeno –sigue –soy hombre y dios.
-Y bestia.
-Ha vivido mucho tiempo en la ciudad –señala hacia algún punto –yo he estado en ninguna parte: acá y solo –apoya el arma en el brazo de la silla –tuve que pelear contra demonios y fuerzas que la gente no conoce ¿Qué hubiera podido hacer un hombre común?
-¿En un lugar como este? la gente tiene limites.
-Uno es todo: la suma del poder, el Bien y el Mal; la gente tiene límites, el hombre común no puede. Nosotros no somos corrientes.
Habla y descubro que la penumbra que nos rodea es igual a la del salón comedor del Grand Hotel. Me pregunto si no estaré frente al muchacho asmático.
-No me siento superior; soy un invitado a una cena de la que no quiero formar parte –digo y estiro el brazo para encender la lámpara.
-Quieto –mueve el revólver intimidándome.
Vuelvo atrás.
-La vida es un juego peligroso –dice- no se pueden tomar en serio sus desgracias; mire a los internos ¿qué viven? ¿qué saben?
-Son personas, como nosotros.
-La sociedad de la que usted viene tiene códigos, reglas. Ellos viven otra diferente. Hay planos y dimensiones que usted no ve ni imagina –se encoge de hombros e inclina la cabeza hacia abajo.
-Propone el caos.
-Lo gobierno ¿Usted no quiere hacer lo mismo? –se endereza y la sombra del chambergo se detiene a la altura de la nuez. El orificio del caño del revólver sigue frente a mi.
-Me enviaron con órdenes, con objetivos; tengo la obligación de devolver esta gente a una vida normal –digo.
-¿Es normal la sociedad que los exilió? ¿que los condenó por diferentes? ¿que aplasta cualquier cosa que haga peligrar los valores que llama tradicionales? ¿que se empeña en destruir lo que pueda subvertirla? –permanece callado un instante –El mundo sólo acepta a los artistas y hasta cierto punto.
-Pero esta gente... estas personas tienen...
-¿Disturbios emocionales? ¿patologías de la personalidad? ¿y usted?
Cruza las piernas. La penumbra no me deja ver sus zapatos.
-Lo normal...
-Estadísticas. No sea vulgar, no conmigo. No perdamos el tiempo, tenemos temas sobre los que intercambiar ideas y tomar algunas decisiones.
Me callo y espero. Apoya la mano con que me apunta encima de la otra. Los movimientos de las muñecas y los dedos me hacen pensar en dos pequeños y repugnantes animales mordiéndose.
-Usted apareció en el Instituto –sigue e inclina la cabeza levemente hacia atrás y muestra el mentón-, un microcosmos que exige un esfuerzo de adaptación más allá de lo razonable.
Mi cara debe denotar sorpresa
-Pero, mi amigo... -Baja su cabeza y niega -Toda comunidad tiene esquemas –ahora su voz denota fastidio -, bocetos... antes de que usted llegara...
-Hubo irregularidades.
El caño del revólver tiembla.
-Idiotas –se enoja -, la vida es un teatro: se entra a escena, se sale... hay papeles, situaciones, escenarios. Sin embargo el teatro permanece y los actores cambian ¿o me va a decir que se cree imprescindible? -Un guante desaparece bajo el ala del chambergo para rascar la cara -¿Cree en el equilibrio?
-Hacía falta orden –digo –el gobierno consideró...
Niega de nuevo con la cabeza.
-El gobierno... esa gente desde sus despachos forma parte de la trama de la ineficiencia y la falta de imaginación. Viven la vida sórdida de la gente pequeña. Se disfrazan de padres de familia; tienen hijos a los que les enseñan algún credo. No se dan cuenta de que la vida gira y no se detiene. Ellos... Lo estuve vigilando.
-Lo sé.
-Lo vi leer fichas.
-No me sorprende.
-Silvia...
-¿Qué con Silvia?
Descruza las piernas y adelanta el cuerpo.
-Cálmese. Algún día va a entender que el placer del sexo es una puerta cerrada a la sensualidad –mira hacia abajo -se acaba el tiempo.
-¿Entonces?
Su pulgar martilla el percutor.
-Hablemos del tanque –dice.
-No me interesa lo que haga en el tanque.
-El número de internos, el fichero...
-¿De qué habla?
-No se haga el idiota, doctor, usted sabe, la enfermería, los tratados, esas operaciones, la comida...
-¿Qué dice?
-Le di mucho tiempo y no creo que lo haya perdido.
-No sé de qué habla.
Adelanta el arma y apoya el caño sobre mi frente.
-Me desprecia igual que él, me cree inferior como enemigo. Pensé que era inteligente y hasta puse esperanzas en usted. Juntos... es inútil, mi querido, es una lástima, sabe de lo que hablo. Me coloca en una situación sin salida. El cuerpo es un estorbo. Tarde o temprano llega el día de la mudanza, la hora que le corresponde a cada uno.
-Vivo, le sirvo más.
-El Instituto no tiene lugar para los dos.
El dedo enguantado se curva sobre el gatillo. Cierro los ojos. Oigo un estampido fuerte y ruido de vidrios.
Lo miro. El arma oscila y resbala junto al brazo hacia el piso. Una mancha de sangre moja los alrededores de un agujero negro en el chambergo. Se desploma frente al escritorio con la lentitud de un globo que se desinfla, con el desatento adiós de los que mueren.
Giro. En el ventanal veo una nítida perforación irregular de la que parten finas quebraduras como patas de araña.
-Surgmont...
Espero el próximo estampido, el que termine con todo esto. El tiempo pasa inútil.
Salgo de atrás del escritorio, rodeo el cuerpo de Barder y atravieso el despacho tropezando con los muebles. En el vestíbulo me encuentro con Benítez. Sin decir nada, salimos hacia el mástil. Trepo a la plataforma. Surgmont no puede estar lejos. Benítez me alcanza a los tumbos como una rueda inflada con demasiado aire.
-Lo mataron –grito como si el enfermero fuera sordo –lo mató. Tráigalo, dele.
El enfermero corre en dirección a la cancha y yo hacia el huerto. Miro las paredes de los pabellones, la enfermería, los caminos del parque. Lejos de las pobres luces todo está oscuro. Cruzo la fila de eucaliptos, me meto en la huerta. No veo nada ni a nadie. Sólo se oye el ruido de los grillos y las ranas. Vuelvo al mástil desde donde observo la sombra errática del enfermero en la cancha. Va desesperado, de un lado a otro. Se me hace claro que no quiere encontrar a Surgmont. Detiene su zig-zag y emprende la vuelta.
-Nada –resopla cuando está a pocos metros –nada ¿qué pasó?
-Mató a Barder.
Abre los ojos y la boca con desmesura.
-¿Lo mataron?
-Vamos –bajo de la plataforma.
-¿Mataron a Barder? –insiste, se adelanta, me sujeta con firmeza del brazo y me detiene -¿Cómo sabe? -pregunta sin sacarme los ojos de encima.
-Vino a mi despacho. Hablamos... tenía un arma...
-¿Cómo sabe?
-Esas manos... los guantes...
Sin apartarse un milímetro, mueve los ojos hacia un costado y otro y larga una risotada que cesa bruscamente.
-Y ahora ¿qué le pasa? –pregunto.
-¿Él lo dijo? –me aprieta el brazo hasta el dolor.
-Suélteme ¿qué cosa dijo? –trato de que afloje.
-Que era Barder, si lo dijo.
-Pero qué importa, suélteme.
Me aparta y me sorprende con un gesto pensativo.
-Venga, vamos –ordeno y voy hacia la puerta principal.
Atravesamos el vestíbulo y me detengo frente al despacho.
-¿Qué, jefe? –pregunta a mi espalda.
Mi cuerpo no le permite ver el escritorio, la silla caída, la sangre que mancha los muebles y el piso, la ausencia del cadáver.
Me hace a un costado para mirar. El rastro de sangre se detiene frente a nosotros. Lo veo fascinado como un chico ante los colores brillantes de un planisferio. Sigo las huellas de sangre que van hacia la puerta de atrás. Salimos al patio y nos detenemos en el borde del pasto donde el rastro se esfuma.
-Dios, dios, dios –grito contra la oscuridad –Volvamos.
Benítez murmura Barder, una y otra vez.
–Vamos a limpiar. Voy a ir a buscar al comisario –me doy vuelta para ir por el balde y trapos.
-¿Qué le va a decir? –Benítez me detiene -No hay cuerpo ¿Quién lo mató? ¿Usted? ¿Yo? ¿Qué cadáver vamos a buscar? ¿dónde?
Lo miro.
-Lo mató Surgmont, suélteme.
Vuelvo al despacho seguido por él y me acerco al ventanal. Meto el índice en el orificio de la bala. Me doy cuenta de que la noche tiene una luna casi llena.
-El comisario va a pensar que estamos locos –oigo que dice –, voy por los trapos –se va y enseguida regresa con las cosas.
No tardamos en limpiar. Benítez se desploma sobre un sillón y se queda dormido. Cierro la puerta, luego voy al dormitorio a buscar una caja con balas. Me siento frente al ventanal a cargar el tambor de mi revólver.
Miro más allá de la ventana de mi salón comedor del Grand Hotel. Es verdad, van a pensar que estamos todos locos.








Cargo la balas en el tambor. La luna baña de plata el mástil, los edificios, los árboles del parque. Hay un sólo motivo para que descargue el tambor de mi 38 en el cuerpo de Surgmont.
Que no lo vacíe en mi cabeza.












Durante la cena en el salón comedor del Grand Hotel, el muchacho asmático señala más allá de los cristales de nuestra pecera, la ausencia de pobres insectos. Dice que aprovechemos la calma para comer lo que nos han servido. Le pregunto qué es lo que huele tan bien. Contesta que no querría saberlo y el día comienza y me despiertan y sobresaltan unos golpes en la puerta.
Aprieto el mango del revolver que apenas está colgado de mis dedos y me acomodo en la silla frente al ventanal.
-Jefe, jefe –es la voz de Benítez.
Me levanto y le abro.
Está limpio, afeitado, tiene el pelo húmedo y se peinó con raya al medio. En su cara veo el alivio de haberse librado de algo espantoso.
-Mate y bizcochos –se sienta a cebar -no lo va a creer.
-¿Qué cosa?
-Espere –se va con movimientos de boya que flota sobre el río y regresa con una bolsa -La ropa de Barder –dice con una sonrisa que muestra su dentadura marrón.
Dejo el mate en cualquier lado, deshago el paquete y encuentro un amasijo de prendas y sangre seca. Están el saco, el pantalón, los zapatos y el sombrero agujereado por la bala.
-¿Dónde la encontró?
-En el parque, en el pasto, recién. Esta mañana no estaba.
-Se llevaron el cuerpo desnudo ¿por qué? –voy hasta la biblioteca, tomo la Biblia y vuelvo –San Lucas... Acá... y Pedro corrió al sepulcro; y cuando miró adentro vio los lienzos solos y se fue a casa”.
Me observa con expresión vacuna.
-¿Y? - Toma el mate, ceba y me lo pasa.
-Lo quieren convertir en dios. Hay que encontrarlo.
-¿Buscar un cuerpo? ¿en medio del campo?
-Puede estar en cualquier parte y en ninguna –miro la ropa sucia de sangre.
-¿Qué hacemos, patrón? –Benítez se rasca la cabeza con cuidado de no despeinarse.
-No sé. vamos. Empecemos a trabajar, ya se nos va a ocurrir algo, déjeme solo un rato.
-Está bien –dice y se va.
Me instalo frente al ventanal para mirar hacia afuera. A medida que el Instituto se despierta se produce la superposición de sus ruidos normales. Oigo loros que chillan, notas de clarinete, redobles de tambor y frases sueltas de conversaciones.
Allí están la ropa y la sangre de ese hombre, sin importar lo que fue; en el parque un interno observa la bandera del mástil. Todo sigue. Muerto Barder, el próximo soy yo. Estoy muerto, nada de lo que haga puede impedirlo.
-Al final...
La puerta se abre y entra Silvia.
Me acerco con el gesto de abrazarla.
-Está bien –me aparta y se acomoda el pelo detrás de la oreja.
-No se qué decir –permanezco a su lado y apoya su cabeza sobre mi hombro.
-Iba a suceder –dice -, era cuestión de tiempo, lo sabíamos, nosotros, él. Todos. Era inevitable, así eran las reglas –alza la cara y me mira –, tengo miedo por usted, mi querido.
-Todo terminó.
-Esperemos que sí –se pone en puntas de pie, me besa y se va.
Vuelvo a mirar hacia afuera, hacia el escenario donde se esconde el hombre que me va a matar.










A la hora del almuerzo, bajo un sol que templa el aire, camino por el Instituto con ganas de vaciar el tambor del 38 en el cuerpo de Surgmont.
En el pabellón de mujeres hay un grupo que ríe, se empuja y se esmera por ordenar y hacer limpieza. Me quedo un rato observando el ir y venir de trapos, cepillos y baldes. Paso por la enfermería donde me esperan tres pacientes que dicen que quieren su medicación. Les doy los comprimidos.
El rompecabezas tiene piezas que no encajan.
La muerte de Barder debiera haber llevado el Instituto al caos, sin embargo, los internos están felices como si hubieran salido de una pesadilla ¿Acaso se imponía con terror? ¿lo que creí un paraíso era sólo una máscara? Me cruzo con muchos que sonríen. El comedor se llena y oigo el golpeteo metálico de cubiertos sobre la mesa. Benítez se asoma contento con su fuente llena de guiso. En el lavadero se vierte jabón sobre las túnicas que flotan en el agua rosada de las piletas. Voy hacia el taller donde los pacientes están inclinados sobre los instrumentos como relojeros revisando maquinarias delicadas. Un grupo sigue con la monótona tarea de fabricar velas.
Salgo a tomar aire. A tratar de poner en claro lo que pienso.
Apoyado sobre la baranda de madera de la galería miro los edificios, el parque, los árboles, el cielo azul y blando. Cierro los ojos y el viento me trae el olor del pozo ciego.
Entonces, lo presiento.
Apuro el paso para bajar las escaleras y entrar en el pabellón de hombres. No hay nadie. Lo atravieso y me detengo frente a la puerta de la habitación de Barder. Me seco las manos contra el guardapolvo y la abro.
Veo la cama, el escritorio, el ropero, la biblioteca con los tratados de Entomología, el ejemplar del Kama Gita, los poemas de Hesmor Rivera, los trabajos incompletos de D. Resnich, el atlas de Anatomía Humana, las obras de Freud, el par de Biblias. Sobre la silla vieja siguen los mismos papeles y el mismo lápiz. La mesa de luz tiene el velador y la foto antigua de Silvia. Sobre la cama está el poncho. Dentro del ropero encuentro los mismos trajes, los mismos zapatos y los mismos sombreros.
Lo cierro y me voy.

En el piso del despacho ya no está la ropa de Barder. Benítez se la debe haber llevado. Pienso en el muerto y en la conversación que tuve con Silvia ¿Cuáles serán, de acá en más, las reglas? ¿Cuál será el próximo paso de Surgmont? No tiene objeto que siga escondido. Ya no quedan sorpresas. Puede hacer su entrada triunfal en cualquier instante. Puede matarme en circunstancias confusas y nadie indagará mucho.
El cansancio me lleva al sillón, a cerrar los ojos, a que suene dentro de mi cabeza lo hablado con Barder: la vida como un juego; esta sociedad de internos; el gobierno del caos; lo normal como estadística; el instituto como escenario; el equilibrio como objetivo.
Es evidente que en el tanque de agua se celebra algún tipo de rito. Una sola relación puede tener con el número de internos.
Espío a través del vidrio de mi pecera el rumbo que está tomando la vida animal del Instituto. Como todas decae, se pudre e infecta como un pozo ciego. Cobra definición, en mi mente, el fin de los esquemas, el fondo del abismo.
Decido que la tarde transcurra tensa, casi intolerable.







Una tormenta se acerca y cubre el cielo del anochecer con amenaza de lluvias. Desaparece y da paso a una noche estrellada y plena de luna.
Desde la ventana de mi pecera, oculto por la penumbra y con el revólver en la mano, espío la claridad. Pasan las horas. Observo cómo la luna ilumina los edificios y el parque. Cerca de las once, voy a mi habitación a buscar el perfume y mojo un pañuelo. También me procuro una bolsa de arpillera y un sombrero. Atravieso el corredor y salgo por la puerta de atrás. Abro el cajón de las herramientas y tomo lo que necesito.
La luna me alumbra al cruzar el parque, al ir hacia el bosque donde me detiene el olor inmundo. Me cubro la nariz con el pañuelo mientras doy unas vueltas pisando con mis botas en busca de un sitio adecuado. Suelto las herramientas, me arrodillo, hundo la mano en la tierra y toco algo duro. Empiezo a cavar.
Hubiera preferido que lloviese, no esta noche de luna cuya luz casi molesta. Toco cosas duras con la punta de la pala. Cavo un poco más y me agacho. La luna me permite ver lo que saco. Sigo excavando y encuentro más, muchos más. Agrando el pozo y aparece un cráneo. Enseguida encuentro otro. Estoy de rodillas frente al montículo de vértebras, fémures y cráneos. Los meto dentro de la bolsa y regreso.
Silvia acusaba a Surgmont de bestia, de inhumano. Esto es la prueba del fracaso de sus métodos. Barder habrá buscado maneras de salvar a los internos de las torturas. Lo pagó con su vida.
¿Qué detiene a Surgmont? ¿qué le impide estar sentado en el despacho, esperando que entre para ponerme un balazo entre los ojos?
La luna envuelve mi regreso. Pienso en los ritos del tanque y en los internos muertos. Hay cosas que no terminan de encajar, cosas que bajo esta luna no puedo ver.












Principio del Fin












Dejo las herramientas. Voy al despacho y tiro la bolsa de arpillera a un costado. Me asquea el olor inmundo que tengo encima. Me meto en el baño. Me froto la piel bajo el agua caliente como si quisiera arrancarla. Regreso al escritorio con olor a jabón.
Observo a través del ventanal cómo la luna inmensa sobrevuela el Instituto.
Oigo pasos, saco el 38 y apunto hacia a la puerta.
-No me mate, jefe –grita Benítez al verme y levanta los brazos -, le soy más útil vivo.
-¿Para qué?
-No sé, así decía el radioteatro.
-Pasá che, dale. No te voy a hacer nada.
Se acerca con cara de perro apaleado, da un par de vueltas mirando aquí y allá, hasta que encuentra la bolsa.
-Qué olor, jefe –dice con asco -¿qué tiene? ¿A Surgmont?
-Llévese eso, haga una fogata que se pueda ver desde lejos y quémelo, que no quede nada.
-Como diga –dice y la levanta.
A punto de salir, se detiene.
-¿No va a comer?
-No tengo hambre.
-Tiene que comer, se va a poner malo –dice y sale -, ahora vengo –oigo que grita.
Al rato vuelve con un plato humeante, lo deja sobre mi escritorio y se sienta. Me mira como una madre que espera que su hijo coma. No tengo ganas.
Quiero hablar de cosas simples, de la humedad, del tiempo; quiero olvidarme de éste último acto de la obra en la que, contra mi voluntad, voy a terminar degollado a manos de mi ilustre colega.
Miro a Benítez y acerco el plato.
-Vamos, dele –me pide.
-No se ofenda. El guiso es fenómeno, en serio, es un maestro en la cocina.
-Exagera, jefe –baja la cabeza avergonzado -, después de todo, fue usted el que encontró en el pueblo la misma carnicería donde compraba Surgmont.
Una sensación de bisturí me recorre y me sube una arcada. Vomito algo bilioso que sale de mi estómago vacío. El ahogo me hace toser. Benítez se asusta, se pone de pie.
-Respire hondo, jefe, vamos.
No logro salir de la sucesión de náusea.
-Nunca compré carne –digo -, creí que lo hacía usted.
-¿Yo? ¿No era usted el que la metía en la heladera? –contesta y de golpe su cara se vuelve un círculo que se dilata y deforma. Abre la boca pero no emite ruido alguno, vomita.
En silencio y sin piedad, la luna ilumina los techos del Instituto y nos entra por la ventana. Miro el plato con sus trozos de carne.
-Mi dios –la voz apenas me sale -, estamos comiendo a Barder.
Benítez no para de vomitar. Empujo el plato que se hace trizas contra el piso y me levanto.
-Vamos a salir de caza mayor. Voy a colgar la cabeza de Surgmont en alguna de estas paredes. No quiero que seamos parte del próximo guiso que se coma el Instituto.
Sucio de vómito, Benítez se para con la dificultad de un borracho. Saco una botella de ginebra del armario, bebo del pico, me seco con la manga y se la doy.
-Tome, le hace falta.

A través de la ventana de mi pecera veo un montón de cosas que normalmente no se ven: el odio que le gana al miedo; el deseo de matar y de no morir; la pena de que el tiempo haya sido tan corto.

La noche luminosa de afuera me devuelve detalles conocidos: el mástil sin la bandera; el camino de la entrada y sus eucaliptos; la luz tonta de los faroles.
Benítez me mira sin capacidad de reaccionar. Salgo al vestíbulo, abro la puerta, voy hasta el mástil y me quedo un rato en silencio bajo la noche estrellada.
Vuelvo al despacho donde Benítez se balancea inútil.
-Vamos, traiga el arma, no pierda tiempo –, lo empujo hacia el pasillo y se aleja dócil.
Los pensamientos me pican como tábanos. ¿Surgmont mató internos y para borrar sus crímenes los dio de comer? Barder lo descubrió y se tuvo que ocultar. No tiene lógica. Surgmont podría haberlo matado en ese momento. ¿Por qué Barder me quiso matar? Sigo sin ver. Surgmont tiene todas las respuestas que necesito.

Desparramo una caja de balas sobre el escritorio y lleno mis bolsillos. Benítez no vuelve. Se me ocurre una idea más perversa. Veo otra vez a Barder: su traje, su sombrero, sus garras cubiertas por guantes. Recuerdo que mencionó el pozo, el tanque de agua, las velas rituales, el número de internos. Vuelvo a ver los dibujos de los pacientes, las representaciones teatrales que hacían. Pienso en todas las respuestas de Silvia.
Benítez aparece con una escopeta del 12 y sus bolsillos repletos de cartuchos.
-En marcha –digo -, ¿trae linterna?
Enciende la suya para mostrarme que funciona, salimos al vestíbulo y abro la puerta principal. La luna se mete adentro mientras las luces bailan locas sobre el parque.
Ya no tengo esquemas. Ahora tengo las formas vagas del mapa que me va a sacar de este lugar.
-Usted por allá –señalo hacia el pabellón de hombres. Benítez da unos pasos y lo chisto -, Mátelo sin pensar -agrego.
Se aleja. Enseguida es una silueta y un corto haz de luz bajo la luna.
Voy hacia el pabellón de mujeres, subo la escalera, apago la linterna y entro. Miro hacia todas partes pero nada se mueve. Duermen un sueño profundo. Afuera el viento agita las ramas de los árboles. Busco un rato entre las cuchetas, detrás de los muebles, en los baños. Salgo del pabellón y cruzo el parque para ir a la enfermería. Subo la escalera y espío a través de las ventanas. Todo está quieto. Me acerco a la puerta, la empujo despacio y entro.
La luna ilumina la camilla y las vitrinas. Un crujido me hace apuntar hacia la oscuridad. Allí está Surgmont. Enciendo la linterna e ilumino a Silvia.
-No va a matarme ¿no?
-Quedate quieta.
-Baje el arma ¿sí? –se acerca y me obliga a apuntar hacia el piso –Era inevitable, tarde o temprano, iba a juntar las piezas y descubrir qué figura formaban –Se para a mi lado y la toca la luz de la luna.
A través de la ventana se ven el parque, la galería, las barandas, el haz de la linterna de Benítez dentro del taller.
-Era Surgmont ¿no?
-¿El muerto? ¿El guiso? –Alza el mentón y adivino el orgullo en sus ojos –, ese monstruo... Lo tuvimos que hacer, mi querido, era su vida o la nuestra –dice y se muerde el labio.
-Pero el traje, el sombrero... ¿por qué?
-¿De qué manera hubiera podido moverse por el Instituto sin que los internos se dieran cuenta? Pero no se nos iba a escapar.
-Por eso los guantes.
Silvia asiente en la oscuridad
-Lo tuvimos que hacer.
-Por eso los internos estaban contentos; por eso las cosas en la habitación de Barder estaban intactas, porque era Surgmont.
-Ay, mi querido –Silvia se apoya en mi brazo –Es una historia larga: fueron amigos, vivieron su mundo de hombres, mujeres e insectos y se pelearon.
La luna golpea los techos y las ventanas de la enfermería.
-Fue hace mucho –sigue –Un día nombraron director a Surgmont. Al comienzo todo anduvo bien. Vino con ideas nuevas sobre la curación de enfermedades. Era cordial y triste, tenía buena relación con nosotros. Creí en él, todos creímos.
La luz de la linterna de Benítez sale del taller y se dirige hacia el pabellón de hombres.
-Es un buen chico, ¿no? –Silvia lo mira, sonríe y tiembla.
Me saco el abrigo y le cubro los hombros.
-Gracias –dice -, después llegó Barder. Surgmont se desequilibró. Esto giraba, giraba y él no pudo mantenerse, empezó a hacer cosas raras –hace una pausa, me mira, me pide que la abrace y apoya su cabeza sobre mi hombro –; por las noches recorría el Instituto y después se encerraba a escribir hasta el amanecer. A veces me invitaba a comer con él en su despacho. Los internos se apoyaban contra el ventanal y nos miraban. Parecían insectos atraídos por la luz. Era obvio que el cristal, tarde o temprano, se rompería y que caerían sobre él -Se aparta, me mira -¿Me va a cuidar, mi querido?
-¿Y qué pasó?
Sigue la luna, sigue la luz indecisa de Benítez dentro del pabellón de hombres.
-Se transformó. Se volvió huraño, violento; modificó sus terapias y empezó a hacer experimentos con cirugía. Anunciaba que nos iba a salvar; que Dios nos había abandonado pero que él nos iba a sacar; nos iba a hacer resistentes a todo, como cucarachas –se calla un rato y la luna parpadea sobre nosotros –Cómo da vueltas todo, mi querido, cómo gira.
La acerco contra mí.
-Dejó de ir por comida al pueblo; varios pacientes quedaron muertos sobre la camilla; no había qué comer, tuvimos hambre, no queríamos, nos vimos obligados –apoya una mano sobre mi pecho.
-Entonces Barder desordenó el fichero, hizo desaparecer la información.
-Para borrar la existencia de los muertos. Había que sobrevivir, mi querido. Algunos estaban muy débiles. Primero nos alimentamos de las víctimas, después...
-Barder creó el marco místico que lo justificara.
Se tapa la cara con las manos.
-¿De qué otra manera hacerlo?
-Tienen que haber matado...
-No obligamos a nadie, mi querido.
-Por eso las ceremonias con velas en el tanque, por eso el agua rosada de las piletas.
-No hay más amor que el de aquel que da la vida ¿no? –me toma la cara entre las manos, me obliga a mirarla –dígame que sí, mi querido.
-Surgmont descubrió que se alimentaban de internos, que iban a matarlo.
-Trató de huir.
-Yo llegué.
El silencio de la noche parece interrumpirse por ruidos de tambores lejanos.
-Vimos llegar el auto del comisario y allí estaba usted, con su valija, bajo las arcadas, pobrecito. Surgmont no tuvo más remedio que esconderse.
Las luces del parque se sacuden como demonios.
-Dejó su carpeta, los papeles.
-No tuvo tiempo, mi querido, estaba loco, usted llegó sin dar tiempo a nada.
-Cuándo vio que no me rendía y sospechó que lo había descubierto, se presentó en mi despacho.
-Lo iba a matar, mi querido.
La luna llena la enfermería.
-Quiero a Barder, ahora.
Silvia suspira, se aparta y me toma la mano. Salimos al parque y la luna se pega contra nuestras ropas. La luz de la linterna de Benítez recorre el pabellón de mujeres. Entramos en el de hombres y nos detenemos frente a la puerta de la habitación de Barder.
Silvia abre con lentitud y entra. La sigo hasta que enfrenta el ropero con los trajes. Los aparta y desaparece en el doble fondo que ilumino. No lo dudo y atravieso la entrada oscura. Desciendo por una escalera caracol y encuentro un ambiente terroso y húmedo iluminado por velas.
Veo una mesa, un banco y un espejo oval. Sobre la mesa, en cuidado desorden, hay maquillajes, un par de pelucas, un sombrero, guantes peludos en forma de garras y un Colt police 38.
Miro el espejo y no es mi imagen la que veo. Es la imagen de un insecto con la cara del muchacho asmático y mis manos son garras. Vienen a mi cabeza los versos de D. Resnich:

Transformado y extraño
mi cara un insecto
detrás de las ventanas
donde muere el mar
Y una figura surge a mi espalda y aparece a mi lado y es sólo la cara de Silvia y su voz.
-¿Barder, mi querido?










































POEMAS


Adiós

Como un aguijón de avispas
la tarde me duele
en los dados
echados para siempre.





Pronóstico para Hoy y Mañana


Hoy cielo despejado
por la tarde
entre mi valija y tus manos
habitarán temblores.
Las lluvias desde ahora monótonas
te morderán por siempre.
El destino:
Un camino de polvo
donde un soplo
puede apagar mi antorcha.















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